¿Qué queda en una casa cuando la vacías?. Una caja metálica antigua de Skip, dos escobas, el recogedor, una fregona, un frigorífico General Electric que no cabe por la puerta y la moqueta verde del dormitorio principal.

Me senté debajo de la ventana del salón que da a Núñez de Balboa, donde siempre hubo un sofá, y miré hacia el pasillo.

Yo, proselitista de lo invisible, emocionado por vaciar y dejar para siempre un bien inmueble, la quintaesencia de lo material. Aquel en el que nacimos y crecimos los Guirao. ¿Perdón?. Se lo deletreo, ge, u, i, erre, a, o. Y que antes había sido de los Sagi, con ge, guión, Vela, con uve. ¿Sagi-Vela?. Eso es.

Lloré.

Qué liberación, qué ligereza, qué contentos se pusieron los espíritus que allí habitan. Sobre todo el de mi madre, que se movía del dormitorio principal al salón desde hace 9 años, desesperada por ver si su viudo recuperaba la alegría de vivir, cosa que no pasó y que ya no creo que pase. Hablé con ella un momento, abrí las ventanas.

Recorrí las habitaciones, cerré los armarios, como cuando en las películas cierran los ojos del muerto. Un armario nunca debe quedar abierto y menos si está vacío. Los armarios están llenos de energía y si los dejas abiertos la casa se desinfla, se descarga, se muere.

Llegué al que fue mi cuarto. ¡No habré comido ese techo noches y noches!. Al principio dormíamos los dos y mi cama era la más alejada de la puerta. Luego fue solo mi cuarto. Desde allí registraba todo movimiento de la casa, era el perfecto puesto de vigilancia. Si venía alguien de la calle, era obligatorio lugar de paso, si se utilizaba el baño grande, lo mismo. Si usabas el otro, que lo llamábamos el otro, pobre, por no llamarlo el pequeño, la visión era directa, puerta con puerta.

En esa habitación viví muchas primeras veces y la primera vez de cualquier algo, suele ser una experiencia intensa: poluciones nocturnas, borracheras, orgasmos, noches en vela (con uve, también), ansiedad, vomitonas, nervios pre partido, you name it… Dejé la ventana entreabierta, cerré bien la puerta y salí.

Regresé a la cocina, encendí las luces, vi a mi madre cocinando, delantal puesto, fumando Ducados al lado de la ventana. Vi en el horno la merluza con mayonesa de la que no existe receta y que comíamos en las ocasiones especiales. Vi la cubitera repleta de hielo, agua y sal, y el Moet dentro enfriándose. Ví la mesa llena de aperitivos, me vi a mi sentado en la banqueta, que antes había banquetas y no taburetes, cortando el queso y el foie, y colocando el jamón de manera errática. Escuché desde allí a mi padre llegar y salir, y llegar y salir, y llegar y salir. Eso es lo que siempre ha hecho mi padre, llegar y salir. Estar, solo para dormir, celebrar, o ver un partido en la tele. Mi padre es la única persona del mundo que, con casi 80 años, nunca ha visto una película en su propia casa. Claramente el cine no le llama la atención.

Entré de nuevo en el salón, miré hacia la ventana y le vi en el sofá. Hasta que hace dos meses se mudó a casa de Kiko, llevaba años sentado en ese lugar, con la tele puesta, el periódico en la mano y convertido en un vórtice de antimateria. Cada vez más oscuro, cada vez más inerte, cada vez más ausente. Y su silueta, que la veías según entrabas en casa, engullía la energía del lugar y le engullía a él. En ese mismo lugar donde se sentó mi madre por última vez y donde mis hijas se sentaron con ella, la noche antes de morir. Ese sofá acabó atrapando a mi padre.

Miré a la derecha, al comedor, la mesa puesta, mantelería de hilo, platitos del pan de plata, copas, muchas copas. Y también gente, mucha gente. Ese salón se abrió mucho, se usó mucho, se celebró mucho.

Volví la mirada y ya no estaba mi padre, ahora estaban los tíos, y los primos, y las primas, y los abuelos, y amigos nuestros, y de mis padres. Todos gritaban, sonreían, bebían, brindaban, fumaban. Salí y cerré la puerta de cristal para no despertar a los chicos, las chicas, nuestros hijos e hijas, los nietos de mis padres, que estaban durmiendo en los cuartos.

De salida entré al baño grande por última vez, justo en el momento en que se cruzaban mi madre y mi padre, y se besaban. Sonreí y volví a llorar, no de alegría, no de tristeza, de agradecimiento.

Y salí, cerré la puerta del baño y les dejé allí.

Al llegar al hall miré a la derecha, a la habitación de la entrada, esa con la puerta corredera que imposibilitaba llegar borracho y no hacer ruido y que fue del tío Jose primero, cuarto de estar después y de Kiko en la última época. Los primogénitos de los Sagi, con ge, guión, Vela, con uve y de los ge, u, i, erre, a, o, separados por una generación, pero unidos por tantas otras cosas. Y allí estaba Kiko, de espaldas, sentado en su mesa, estudiando. No quise molestar y seguí.

Puse el pie en el felpudo, levanté la cabeza y leí el letrero «ctro. izda.» por última vez. Cerré la puerta con llave, bajé los tres pisos por la escalera, atravesè el pasillo del portal, buzones a la izquierda, la portería a la derecha. Pasé por los bajos y llegué a la puerta de la calle, pisé la acera y miré hacia arriba. Mis padres, los dos, estaban en el balcón de su dormitorio, me saludaron, sonriendo y mi madre me tiró un beso. Vamos Joaquín, venga, cierra que hace frío, la escuché decir mientras se metía dentro. Sonreí.

No es menor que dejemos paso a los siguientes, tras 83 años de ocupación.

Caminé hacia General Oraá, donde tenía aparcado el coche. Me subí.

Lloré por última vez. Será perche ti amo, que dice la canción.

Se cierra un ciclo. Pasen un gran fin de semana.

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