Desde los 8 a los 19 años jugué al baloncesto en el Estudiantes. Siendo cadetes, la edad que tiene ahora mi hija mayor, nuestro equipo, que era el mejor de un año (nacidos en el 73) bastante olvidado en la cantera del club (por falta de talento, supongo), resulta que ganamos el campeonato de España. En aquel año 1989, el Estudiantes llevaba sin ganar un campeonato de España desde que Fernando Martín (DEP) era juvenil y era algo que a todos nos parecía lejano, remoto, inalcanzable.
La final se la ganamos al Madrid, que nos había metido un buen rabo en los dos partidos de liga y que también nos había ganado, esta vez por solo tres puntos, en la final de Madrid. En el Madrid jugaba gente que luego fue profesional y que, ya en aquella época, marcaban la diferencia por buenos, por grandes o por ambas cosas; José Lasa, Martín Ferrer y Ricardo Peral representaban, respectivamente, esas tres categorías… En aquella temporada perdieron un solo partido, ese.
De ese equipo nuestro no hubo siquiera uno que pasara de la categoría junior, pero aquel fue un año maravilloso. Éramos amigos, pero había tensión porque todos queríamos jugar y no había gran diferencia de nivel entre nosotros. Éramos un grupo formado por un núcleo duro del Ramiro «de toda la vida», que esa gilipollez del RH ramirense la llevamos marcada a fuego en la calle Serrano, pero habían llegado «fichajes» de otros colegios de Madrid, que nos dieron más opciones de juego, algo de altura y que encajaron muy bien con esa filosofía de «defiende, corre y si puedes meterle el índice por el culo a los pivots del Madrid cuando salten al rebote, hazlo». Eso, a falta de talentos más elegantes, lo manejábamos a la perfección. Teníamos un gran entrenador, un maravilloso segundo, un delegado único y un preparador físico muy singular. Y disfrutábamos cada entrenamiento, cada sesión de preparación física (algo menos, todo hay que decirlo) y cada partido en el fin de semana. También disfrutábamos salir los viernes y llegar, en algunos casos, no en las mejores condiciones a los partidos del domingo. Fue un gran año.
Pero cuando ganamos esa final al Madrid, tuve una sensación que no se me olvidará nunca y que luego me ha acompañado en otros momentos de mi vida. Ganar el campeonato no supuso para mí una explosión de alegría, ni una emoción incontenible, no hubo lágrimas, ni muchos gritos, ni vueltas olímpicas, ni nada de esas cosas que salen por la tele cuando uno ve a un equipo ganar un campeonato importante. Es verdad que teníamos 15 o 16 años y no estaba de moda poner el We Are The Champions de Queen por megafonía, ni se tiraba confeti dorado con propulsores, ni había un podio donde recibir la réplica de la copa, ni redes sociales donde acumular likes. Aquello sucedió en el polideportivo municipal de Bailén, provincia de Jaén, en una España que acababa de entrar en la UE tres años atrás y donde el desarrollo del deporte de base y de la sociedad en general, eran muy diferentes de lo que son ahora.
Y eso que yo sentí fue una especie de silencio, de vacío que resonaba y que me traía a la cabeza una machacona pregunta; -¿esto era todo?-. Estaba contento, creo, pero más por lo que significaba exteriormente, que por lo que sentía dentro en ese momento. En el video del partido se me ve en la entrega de medallas más preocupado por mi amigo y rival Jose Lasa, al que quería consolar porque me parecía una putada para él haber perdido el campeonato, con lo bueno que era. Su madre sigue pensando que lo debía de haber ganado su hijo y cada vez que me ve me recuerda el triple a tablero que metí a falta de poco menos de 1 minuto y que nos sirvió para distanciarnos y ganar finalmente.
Y ese «esto era todo» me ha perseguido durante años en otros ámbitos de la vida; cuando aprobé la selectividad, cuando me licencié, cuando empecé a trabajar y gané mi primer sueldo, cuando tuve una casa propia…
Los porqués de esa sensación de vacío y de esa pregunta de si «eso era todo», son sencillos de entender. Aparecen por dos motivos, uno que suena a lugar común pero que no lo es y el otro que supone el gran mal de nuestro tiempo.
El lugar común (verdadero) es que siempre, siempre, siempre, siempre, es más importante el camino que el destino. El destino sólo es la coordenada geográfica para poder orientarte. Es necesario, pero nunca es suficiente. Quedar primero o segunda no cambia nada lo que había pasado antes y que nos llevó a ser campeones de España. Nuestro año fue magnífico, divertido, estimulante, mágico. El grupo humano era una delicia y lo que allí pasó esa temporada es un tesoro que, sólo los que lo vivimos, guardamos, atesoramos.
Lo segundo es que no se puede aspirar al ideal de otro. Lo que yo esperaba que fuera ganar el campeonato de España, lo había construido desde lo racional, desde lo que debe ser, desde informaciones que llegaban de terceros. Y yo, la noche anterior a la final, la pasé jugando al mus de pareja con Jose Lasa, contra otros dos que ni recuerdo si eran de nuestro equipo o del Madrid, o si eran entrenadores o pivots (ambas especies complicadas). Mi equipo era mi equipo, pero mi colega era mi colega y ambas cosas eran mías, ideales. Además el premio que nos daban por ganar, un radiocassette Bose de doble pletina y un vale por 10.000 pelas de El Corte Inglés, no eran incentivo suficiente para promover el éxtasis de emociones que se supone debían emanar.
Mi ideal era jugar al baloncesto, sí, y estar con los amigos, y reír, competir, sufrir, cabrearnos, pelear, joder al Madrid. Y todo eso, ganando, mola más, obvio. Pero si le ganas a tu colega, que se lo merecía tanto como tú y si la emoción que sientes al ganar no se ajusta a tu expectativa, creada en base a imputs no chequeados, se te queda un poco cara de «¿esto era todo?».
Mi colega de mus y rival en el basket y yo, seguimos siendo amigos y nos vemos mucho más que lo que me veo con cualquiera de mis ex compañeros de equipo. Todos cumpliremos 50 este año y cuando lo celebremos, a José y a su madre les recordaré que les ganamos aquella final con un triple a tablero, que obviamente iba al tablero porque con esa intención lo lancé, pero sobre todo, celebraremos que el ideal de un Sapiens no tiene que ver con lo que se supone, ni con lo que dice la opinión pública, ni la tradición de cada cual y que si lo construyes con eso, es muy posible que siempre se te quede esa pregunta de «¿esto era todo?», rebotando en el interior y una sensación grande de vacío que no llenan los ceros de la cuenta corriente, ni el perfil lustroso de tu Linkedin, ni los seguidores en Instagram.
Para chequear los ideales propios es necesario parar un ratito cada día, dejar el móvil una hora, caminar por un sitio sin muchos estímulos, comer sano, escuchar y escucharte, ser honesto y tener coraje para no seguir en la rueda del hamster, si no es lo que va contigo. No es tan difícil y, sobre todo, it pays off, que dicen los americanos.
A por la semana y si os cruzáis con algún pívot del Madrid, ya sabéis, dedo índice hasta el fondo.
Pd. He visto esta mañana un video de Brad Pitt presentando a David Fincher, al que le entregaban el César honorífico a toda su carrera. En el discurso dice que conocer al director le cambió la vida en 1994, ya que luego rodó con él Seven, El club de la lucha y El curioso caso de Benjamin Button. Y que hace poco había leído un pasaje que decía que ante la pregunta de qué es más importante, si el destino o el camino, la respuesta correcta era… la compañía. Igual tengo que cambiar mi texto de arriba, porque no puedo estar más de acuerdo.
.
Deja una respuesta