En Semana Santa pasé más tiempo con mi primo Jaime. Un día tomando el sol en la Plaza de Olavide, otro comiendo cordero en Torrecilla del Pinar, Segovia. Aquello nos dio para hablar de más cosas que su hándicap de golf. Una de ellas fue la tradición y lo que afecta a nuestras vidas.
La conversación no empezó por el tema de la tradición, sino por las constelaciones familiares y el hecho de que Jaime no quiere investigar a través de ellas en su persona.
El padre de Jaime y mi madre son, eran, hermanos. Tenemos una historia compartida, provenimos de unos valores afines y compartimos los mismos códigos. Códigos que encajan como un guante con los del segmento poblacional que yo denomino DEM (Desalojan el Malestar). En nuestra familia los rollos psicológicos eran siempre cosa de otros. Se aceptaba que existieran pero no eran nuestra movida. Nada que no fuera físico cabía en las estanterías de «problemas de salud». No había herramientas para manejar los malestares espirituales, mentales, invisibles, o como los quiera Vd. llamar. Si te encontrabas mal por una causa que no era física, te costaba ubicar el propio malestar por falta de vocabulario común, por falta de conocimiento, de un imaginario compartido, de experiencias dentro del entorno. Y cuando algo no se reconoce, es imposible aspirar a curarlo y mucho menos actuar para conseguir hacerlo. Por eso, lo normal era que te callaras y tiraras para adelante, como los de Alicante.
Esto no estaba escrito en ningún manual, era simplemente lo que se había heredado generación tras generación. Y justo es decir que la sociedad, tampoco estaba tan desarrollada como ahora en temas vinculados a la psicología.
De los 7 hermanos de esa familia, la de mi madre y mi tío, sólo quedan tres. Y salvo la mayor, que murió joven por un problema que arrastraba desde el nacimiento, los otros lo hicieron por cáncer con 28, 46 y 67 años.
Las constelaciones familiares son una de esas terapias que los del grupo que abraza el Desarrollo Personal Alternativo (DPA) conocen muy bien. Se basa en la existencia de traumas, taras o conflictos en el individuo, cuyo origen no es el propio sujeto y su vida, sino que se remonta a sus antepasados directos. Sucesos de los que el individuo no es consciente, ni puede hacerlos conscientes a base de sentarse a pensarlos y conversarlos.
Se realiza a través de una mecánica muy sencilla. Si se hace en grupo, el que constela elija a otros participantes de la sesión para que representen una escena sugerida por el terapeuta. La directriz a los participantes es ninguna, que hagan lo que sientan en cada momento durante el tiempo que dure. Pueden gritar, reír, llorar, quedarse parados, abrazarse, hacer la croqueta, practicar sentadillas, o cantar la marsellesa. Ellos, por supuesto, desconocen el papel que están representando, para no condicionar la “realidad”.
Después la escena de desarrolla y de ahí se sacan conclusiones que, si el que constela quiere, se comparten con el grupo.
En junio de 2016 participé por primera vez en una sesión de constelaciones familiares. Fue en el centro Kinesia de Tres Cantos, un sábado de casi verano, en una sala grande con las sillas colocadas en un semicírculo y, como compañeras, un montón de mujeres (género que gana por goleada dentro del segmento DPA) y un sólo hombre más; un argentino de mediana edad.
De los allí presentes no conocía más que a Mari, mi terapeuta y dueña del centro.
Para realizar la dinámica nos sentamos con la persona más joven en el extremo izquierdo del semicírculo mirando a la escena y luego, por orden de edad ascendente, los siguientes, dejando al mayor en el extremo opuesto. Me tocó justo en el centro del semicírculo, con ocho hacia mi izquierda y ocho hacia mi derecha.
Participé de varias de las escenas como “actor” y si bien al principio estaba un poco cohibido, a medida que fue pasando la mañana me fui animando y soltando, hasta que en la última escena antes de parar a comer, me tocó constelar a mi.
Yo había acudido sin un problema concreto sobre el que indagar, simplemente había hecho caso a Mari, que me lo había recomendado. Cuando fue mi turno le conté a Pilar, que así se llamaba la consteladora, lo más importante de mi momento vital de entonces; que estaba metido en un proyecto profesional muy bonito, pero aún incipiente y por tanto lleno de incertidumbres, que mi madre había muerto hacía año y medio, que mi padre estaba en shock por ello, que no tenía una pareja estable, que la paternidad de un divorciado era complicada y tremendamente solitaria, que tenía diabetes Tipo 1 desde los 22 años, que estaba convencido de que me iba a curar de esa enfermedad (cosa que no ha pasado aún, pero que ha mejorado notablemente) y que me fiaba de su criterio para armar la escena que considerara con estos ingredientes.
Al acabar mi discurso me miró fijamente y me dijo una cosa que me guardo para mí, porque si lo cuento, mi primo Jaime habría dudado mucho del relato posterior.
Luego me dijo que eligiera entre los participantes a alguien que hiciera de mí, otro de mi alma, uno de mi padre, otro de mi madre y por último uno que representara el concepto de pareja.
La escena se montó y me senté frente al semicírculo, dejando en medio a los «actores». Desde esa posición vi como Pilar iba organizando el flow de la escena.
Mi alma estuvo toda la sesión desamparada, mirando hacia mi (el real, el de fuera de la escena), esperando que hiciera algo, reprochándome mi actitud pasiva, si bien yo no podía participar, ya que estaba fuera de la representación. No lo hacía de manera agresiva, todo lo contrario, me miraba con anhelo de que alguien hiciera algo para sofocar su incendio. Y mientras tanto, mi representante, la persona que hacía de mí, estaba tan tranquila, gozando de la vida en plan canchero, que diría mi compañero argentino de sesión.
Una parte de mi encantada de conocerse (mi representante), otra parte de mi sin entender nada y como pidiendo auxilio (mi alma) y una tercera parte de mi (yo mismo), fuera de la escena, siendo testigo de todo. Años después, en la terapia analítica que realicé, no me sorprendió nada que aparecieran rasgos esquizofrénicos en mi manera de transitar la vida.
Le conté esta historia en detalle a Jaime en la Plaza de Olavide y al acabar le pregunté qué pensaba. Me respondió que contada así parecía hasta divertida, pero que él no creía mucho en este “tipo de cosas”. También me dijo que prefiere no indagar en su interior, no vaya a ser que se encuentre aspectos que no le gusten.
No me sorprendió su respuesta, tampoco nadie creía que Messi se iría del Barcelona. Hay cosas que no creemos hasta que las experimentamos en primera persona. Pero en este caso, no era él quien hablaba, era su tradición hablando por él.
Le conté un detalle de mi constelación que me hizo “creer” en esa metodología y además no parar de llorar durante todo el domingo siguiente. La “actriz” que representaba a mi madre no se movió de detrás de la que me representaba a mi durante toda la secuencia. Se colocó a su espalda, como si fuera una mochila, pero sin tocarla, de tal manera que la que hacía de mí no podía verla, pero que, obviamente, sí que la sentía ahí detrás. Y repito que los que actúan, no saben qué papel están representando.
Pasado mi turno y ya en la comida le pregunté a Pilar por qué la que representó a mi madre estuvo así, detrás de mi representante durante toda la escena. Su respuesta no pudo ser más concreta y lógica, – tu madre está muerta, no puede aparecer en la escena. Pero a la vez quiere que sepas que está contigo, ahí detrás -.
La relación de nuestras familias, la de Jaime y la mía, ha sido históricamente muy cercana. Si algo hubiera pasado a alguno de nuestros padres cuando éramos niños, perfectamente los suyos o los míos, podrían haber ejercido ese rol también con sus sobrinos. Esta historia de las constelaciones y del episodio con mi madre se la conté a Jaime para hacerle entender el concepto de tradición en los términos que necesitaba. La tradición es una fuerza muy potente, con múltiples ramificaciones que muchas veces no identificamos y que asumimos de manera inconsciente. En nuestro caso, como en el de la mayoría en estos tiempos, nuestra tradición nos ha enseñado a creer exclusivamente en lo empíricamente demostrable, en la ciencia. Y las constelaciones familiares no entran dentro de ese paradigma. Hasta hace poco tampoco entraba la psicología.
Para identificar la tradición de cada uno no es necesario hacer constelaciones familiares, aunque yo las recomiendo mucho y voy a repetir con Pilar y con Mari el próximo 7 de mayo. Basta con parar un rato y escribir qué cosas hacemos o pensamos, simplemente porque las hemos escuchado en nuestras casas, pero que nunca nos hemos parado a comprobar si eran correctas. Y cuando digo correctas me refiero a si tienen que ver contigo, no es necesario contrastarlas con la verdad absoluta, si es que esta existe.
A veces la tradición se manifiesta es aspectos de poca importancia, como en la manera de hacer el gazpacho, que en mi casa siempre era con comino, o en si la cama se hace con embozo por encima de la manta y la colcha. A veces lo hace en aspectos que van a favor de uno, como lo es el hábito de servir antes a los demás, o el de no comerse la última aceituna del plato. Pero hay ocasiones, en las que esa tradición es una losa que hace imposible que nos movamos en la dirección adecuada, por más que queramos a nuestras familias.
Tratemos de identificar nuestra tradición y comprobemos de forma honesta, si esos aspectos que sistemáticamente reproducimos, de verdad tienen que ver con nosotros.
Y hoy día de San Jordi, regalemos una rosa, un libro y disfrutemos del sol que hace en Madrid. Y si es con la familia, mucho mejor, que lo cortés no quita lo valiente.
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