El lunes tenía cita en el oftalmólogo y entre otras cosas me dilataron las pupilas. Avisé a la enfermera que me echó la tropicamida, que es como se llama el fármaco para dilatarlas, que la última vez se me habían puesto los ojos como a Stallone tras perder con Apollo en el primer combate de Rocky III. Ella, muy amable, me contestó que aquello «sería más por un virus». Fine, pensé, confiando en la ciencia médica y su representante en ese momento. Noté después un exceso de gotitas dilatadoras entrando en mis ojos y sus alrededores. Como si por echar más, se me fuera a dilatar mejor. Y bueno, no le dí mayor importancia.
Luego un doctor argentino hincha de San Lorenzo me hizo el estudio del fondo de ojo y listo, a casa.
Por la tarde tenía los ojos inyectados en sangre y no paraban de llorar. Llorar mola, libera, limpia, pero el llanto sin emoción es como una eyaculación sin orgasmo, un proceso mecánico, vacío y desconcertante. El martes al despertar no podía abrir los ojos, tenía los párpados pegados, las cuencas hinchadas y un dolor similar al de ponerse lentillas después de haberlas rociado con arena. Cuando recogí a las chicas para ir al colegio, Mariana me preguntó qué me pasaba, por qué lloraba. Muy llamativa tenía que ser mi cara, porque normalmente ni me saluda al entrar al coche.
Por la tarde fui a la farmacia para que me dieran algo. La farmacéutica me recomendó ir al médico, que fenomenal que yo pensara que aquello era producto de una reacción alérgica, pero que ella no se animaba a darme nada sin tener un diagnóstico. Fine de nuevo, segunda vez que una representante de la ciencia médica me transmitía confianza en su método, negando lo que yo sabía (porque ya me había pasado igual en diciembre), que era una reacción alérgica. El resultado neto de mi visita a la farmacia fue de cero mejoría para mis ojos y de -13€ para mi cuenta bancaria. Eso sí, salí de allí con un antihistamínico y unos caramelos de menta sin azúcar.
El miércoles acudí al mismo centro donde había estado el lunes y me vieron de nuevo. «Esto es claramente una reacción alérgica a la tropicamida», me dijo la doctora. Tienes la córnea y el conjuntivo como si hubieras estado ocho horas sin parpadear en la playa de Conil, con un levante otoñal dejando que el temporal desguace tus alas blancas. Bueno, no lo dijo exactamente así, pero yo lo pensé. Y mi mente siguió, porque lo que yo quería en ese instante era que me enterraran sin duelo, entre la playa y el cielo y, a ser posible, en la ladera de un monte más alto que el horizonte para tener buenas vistas. Tenía un dolor que flipas y estaba dispuesto a morir al son del gran Joan Manuel Serrat.
Afortunadamente la ciencia, en este caso sí, acertó y con unos corticoides mis ojitos mejoraron sensiblemente.
Pero mi llanto de la semana no acabó ahí. Unos días antes la mujer de un amigo me había pedido por favor, que ella es muy educada, si podía encargarme de recopilar testimonios de felicitación para un vídeo que estaba montando a su marido, mi colega, que como todos nosotros, este año cumple 50. Ella no conoce a nadie de los años de colegio e instituto y necesitaba apoyo logístico. Yo, obvio, le dije que contara con ello.
Pasé el mensaje a algunos afines de la época, tanto de la clase (profesor incluído), como de nuestro equipo de baloncesto y, sin excepción, todos enviaron su vídeo felicitando al homenajeado. El proceso me dió para hablar con ellos, rescatar y compartir fotografías, recordar vivencias y volver a sentir emociones que tenía enterradas en mi subconsciente.
Como también había que elegir la banda sonora, el viaje se transformó en un revival en toda regla. Amigos de hace más de cuarenta años, conversaciones, música y la confirmación de que la amistad no necesita frecuencia de uso, que el proceso de crecer es un despliegue de tu persona, que sucede siempre (y sólo) en compañía de otros. Otros que te completan, te construyen, te acompañan y quedan para siempre grabados en tu sistema operativo. Y que no pasa nada por no verlos, no hablar, no saber, no compartir nuevas vivencias, porque las esenciales, las de los años de adolescencia, están ahí listas para ser invocadas y salir al rescate del niño que cada uno somos.
He llorado como ese niño el resto de la semana, pero ya con emoción, ya con mis corticoides funcionando a full en mis córneas y comprobando que la amistad es la más elevada forma del amor.
Gracias D. José María, gracias Rafa Jaramillo, gracias Juan Carlos Gallardo, gracias Javi Fernández, gracias César García, gracias Amatullo, gracias Nacho Jerez, gracias Jorge Rueda, gracias Jaime Otegui, gracias Javi «2+1» Gámez y gracias Dani Gómez-Tarragona. Lo he pasado en grande esta semana. Os quiero mucho.
Y a ti, querido Iñaqui, muchas felicidades. Tú y yo sabemos que siempre quisiste ir a LA, dejar un día esta ciudad y cruzar el mar en su compañía. Esa compañía era Lorena y con ella lo cruzaste de manera literal. Y LA en realidad era Ithaca, y San Francisco, y New York. De esa unión nacieron Mateo y Nicolás, en la misma ciudad que pisamos juntos en el verano de 1989, cuando el East Village era Alphabet City y una zona poco recomendable para los turistas.
Han pasado cuarenta años desde que nos conocimos y si pasan otros tantos y me vuelve a llamar Lorena, aquí estaré para disfrutar trayendo todas esas memorias que compartimos a la superficie.
Porque siempre, siempre, siempre, beton obligatorio, señor.
Te quiero.
Al resto, no hagan como yo y den crédito a sus sensaciones en temas de salud, que la ciencia médica a veces va desacompasada de la propia vida. Pasen un feliz puente de mayo y recuperen al niño y la niña que llevan dentro. Jueguen como entonces y disfruten, que no hay mucho más en la vida.
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