El fin de semana

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Los ciclos diarios son incuestionables, no hay forma de pensamiento humano que pueda negarlos. El día comienza cuando aparece la luz por el este y termina cuando se va por el otro lado. Todo el mundo entiende eso. Arranca cuando estamos descansados, o deberíamos estarlo y se acaba cuando ya no podemos más. Luz y oscuridad enmarcan muy bien esta lógica. Y uso el término «lógica» con el significado que le dió Parménides, que incluye la parte divina de la realidad. Todos entendemos que un día dura lo que tarda nuestro culo en regresar al lugar donde estaba ayer, después de dar la vuelta sobre eje de la tierra en referencia al sol. Otra cosa es lo que hagamos con ese hecho y que practiquemos con diligencia dicha lógica (al igual que sucede con la lógica de lo que practiquemos con nuestro culo). Porque nosotros los sapiens, de siempre hemos sido más y mejor que cualquier otra cosa del cosmos y nos gusta poner nuestras propias reglas, digan lo que digan los dioses.

Y en este pedo narrativo en el que vivimos, hubo un momento en el que nos inventamos el concepto de semana. Por lo que sea, llámalo inconformismo, curiosidad, necesidad de control, orden, o un simple capricho del más fuerte en aquel momento histórico (como lo de Putin ahora). El caso es que no fue suficiente con dividir la existencia en función del ciclo lunar de veintiocho días y de los doce de estos ciclos que tarda nuestro planeta en orbitar alrededor del sol. División que, de nuevo, era muy lógica, ya que encuadraba la vida en (cuatro) periodos iguales en duración y con cambios evidentes en otras cosas como la temperatura exterior, la presencia de lluvias, las horas de luz solar y los momentos óptimos para recolectar frutos de la naturaleza; las famosas y bien ponderadas estaciones del año.

Tampoco nos pareció bien dejar viva la narrativa romana primitiva, tal cual la definieron entre los siglos VIII y V antes de Cristo; con su Kalendas, día de luna nueva y primero del mes, su Idus, día de luna llena o plenilunio, y por último su Nonas, que iba variando del quinto al séptimo día en función del mes. Fue precisamente con el Nonas Septimanas, el correspondiente a los meses en el que éste era el séptimo día después de la luna nueva, sobre el que construimos la morcilla de lo que llamamos semana y la dotamos de la entidad regia que posee ahora.

Porque es obvio que el siete es un número muy top, con una historia notable y con una presencia en la naturaleza que merece ser estudiada. El siete es un número primo, el número de la camiseta con la que yo (y mi amigo José) jugábamos al baloncesto, siete son los principios herméticos (lean el Kybalión por favor, del que otro día escribiré) y siete es un maravilloso múltiplo de veintiocho, los años que tarda Saturno en pasar de nuevo por encima de nosotros. Saturno además (que sincronía) le da nombre al séptimo día de la semana, al sábado (Saturday), si comenzamos la semana por donde lo hacían los Caldeos, que fueron los que les pusieron el nombre a los días tal y como los conocemos hoy. Saturno es ese planeta conocido por todos por llevar cinturón, instrumento que le pone límites a nuestras barrigas y por los astrólogos por ser el que pone límites a nuestras vidas. Saturno es ese planeta representante del orden y bajo su influencia es más probable que sucedan cosas que nos hagan reconocer que el camino que llevábamos no era el correcto para nosotros.

Realicen el siguiente ejercicio si tienen curiosidad: echen la vista atrás y hagan la película de su vida. Escriban en un papel los eventos que han marcado su trayectoria para bien o para mal; amores intensos, nacimientos, separaciones, muertes, nuevos trabajos, traumas, accidentes, sustos, alegrías inmensas. Luego daten dichos eventos y comprueben el resultado. Lo que sucedió en años múltiplos de seis tiene que ver con la influencia de Júpiter, que es expansiva, del just do it, del yes we can, de unidas podemos, de los nuevos horizontes, las oportunidades, proyectos, puertas abiertas, en definitva del tienes campo para correr. En cambio, lo que sucedió en aquellos años múltiplos de siete, tiene más que ver con Saturno y con sus límites: con el por ahí no es, el mejor que eso lo compruebes, el te la vas a pegar, el cuidado no te mates, el es malo para tu salud, el esa no era tu misión en la vida y en definitiva con todo lo relacionado con que no todo el monte es orégano. Y tanto lo expansivo como lo limitante son aspectos absolutamente necesarios para la vida y en sí mismos no son ni buenos, ni malos. Simplemente son, que es más que suficiente.

Pero vuelvo con lo de la semana, que me pierdo abriendo paréntesis. Y para ser más concreto, a lo que tiene que ver con su final, el ansiado fin de semana, que es lo que me ha hecho sentarme a escribir hoy.

El caso es que se nos ocurrió que había que dividir los meses en semanas y que éstas tendrían siete días. Y como los musulmanes ya habían pillado el viernes y los judíos el sábado, los cristianos quisimos ser diferentes y optamos por hacer sagrado el domingo. Escribimos para justificarlo que Dios creó todo el circo en seis días frenéticos, que casualmente comenzaron en lunes y que el séptimo, descansó. Y que por eso nosotros también teníamos que hacerlo y aprovechar, además, para ir a dar las gracias al templo, hacer ofrendas, juntarnos con los colegas y celebrar que estamos vivos.

Y de un plumazo, el primer día de la semana, el día del sol, el Sunday, día de la luz, pasó a ser el último día de la semana anterior. Y con ello el lunes, ese día oscuro, sospechoso, de vuelta a las tareas diarias, a las rutinas, a las reuniones, a la agenda, a las obligaciones, pasó a ser el primero de la nueva semana. Y esto es lo realmente dramático, porque no se trata de que el lunes no sea lunes, sino de que el lunes no sea el primero del nuevo ciclo. Porque el lunes no se merece ser el primero de nada, no me jodas. Sería el equivalente a empezar un nuevo día a las cuatro de la tarde, un disparate.

Por lo tanto, volvamos a que la semana empieza en el día del Sol, hoy. Y que el sábado, día de Saturno, vuelva a su correcto séptimo lugar y límite del ciclo anterior y comencemos el nuevo con este maravilloso quehacer de los domingos. de no tener nada que hacer. Vayamos al templo igual, hagamos las ofrendas igual, agarremos un libro igual, comamos con amigos igual. Pero no con el pensamiento de que acaba algo, sino con el de que empieza todo y además lo hace en festivo, con sol, con luz.

Y si además tienen la suerte de estar en Valencia, pueden comenzar su semana de una manera difícil de igualar, que les dará energía para el resto del ciclo, yendo a ver cantar a Zambayonny y Rafa Pons, a las 20 horas en el Volander. Yo los vi el domingo pasado en el Teatro Lara de Madrid y son divinos, en serio.

Al resto qué decirles, que aprovechen este comienzo de semana casi primaveral en Madrid y que apaguen el teléfono un rato.

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