Si no les interesan las historias «anónimas», este es el momento de dejar de leer, porque hoy el post va sobre mis abuelos. En concreto sobre mi abuelo Pepe.
Porque el mes de marzo siempre me recuerda a él, a su cumpleaños, a la celebración del aniversario de bodas con mi abuela, a sus chistes, a los dichos que nos repetía sin descanso y que yo recito a mis hijas con la misma intensidad, a la máquina de afeitar eléctrica que nos pasaba por la cara para hacernos cosquillas, a su amor por su mujer y por la canción, a la manera de cuidar sus coches, a su risa. De los cuatro míos, él fue al que más conocí, con el que más tiempo de calidad conviví y el más longevo. Murió en febrero de 2009, poco antes de que su amado F. C. Barcelona, equipo en el que había militado en los años 20 uno de sus hermanos mayores (Emilio Sagi), ganara el primer título de la era Guardiola.
La rama materna de mi familia me regaló unos abuelos bien arquetípicos. Cuando digo esto me refiero a que representaban muy bien lo que eran, abuelos. Cuando uno es niño las personas que te rodean son conceptos absolutos, no entidades independientes. Eso de la individualidad es una cosa de adultos, de adultos modernos post socráticos y post capitalistas, cuya paradoja es que en la misma medida que nos individuamos (¿existe esa palabra?), perdemos gran parte de la capacidad esencial de reconocer el objetivo final, que no es otro que trascender esa individualidad y convertirnos de nuevo en el todo. Pero como todo lo divino, lo hemos olvidado y hemos olvidado que lo olvidamos.
Si fuera un versado académico en la materia, podría dar una explicación sobre por qué el joven Sapiens atraviesa un mundo autorreferencial hasta más o menos los 6 años. Tiempo en el que su capacidad cognitiva es aún limitada y cuyo foco está en ser autónomo de movimientos y en crear un yo fuerte. Y un momento donde sólo cuentan él mismo y los que le rodean. Todo lo que está más allá de sus sentidos no existe.
Si fuera un sociólogo de verdad y no sólo un licenciado en ello, además de lo individual podría escribir sobre lo colectivo, sobre lo grupal, sobre lo social. Y hacer referencia al modelo organizativo que teníamos en los setenta, que en realidad era muy poco diverso; unidades familiares formadas por tres tipos de etiqueta: «madre», «padre» y «hermanos». A los que se unían otras tipologías desde bien temprano, entre ellos la «mujer que nos cuidaba» (maravillosa Dori en nuestro caso), luego los «abuelos», cuatro en total, estando a veces dos de ellos en el pueblo y por tanto menos presentes. Y después y por este orden de relevancia, los porteros (Mari y Manolo), los vecinos, los primos, los tíos y los tenderos del mercado de Diego de León, en mi caso particular.
Durante esos años aparecen también los etiquetados como «compañeros de escuela» y como «maestros», pero yo debí tomarme muy en serio lo de los seis años completos haciendo fuerte mi yo, porque no tengo ningún recuerdo de amiguitos ni profesores de mi etapa preescolar.
Y mis abuelos maternos fueron siempre los abuelos arquetípicos. Primero por sus nombres, Maruja y Pepe, que eran los nombres que se daba por defecto en el programa a los abuelos de los nietos nacidos en los setenta. Segundo porque se casaron a principios de los años 40, tuvieron siete hijos, compartieron salud y enfermedad, riqueza y pobreza, todos los días de su vida, hasta que la muerte de mi abuela los separó en el año 2002. Y tercero porque, a pesar de las diferencias que se generan en las familias, los caminos diversos que se constelan con cada elección de pareja de los hijos (los catalogados como yernos y nueras, pero que se pueden agrupar todos bajon la etiqueta «cuñados») y las dificultades añadidas que cada nacimiento de los nietos aporta a la coctelera, ellos consiguieron que nuestra familia extendida siguiera estando cerca, al menos en espíritu, hasta el día que murieron. Y como mínimo, también en carne una vez al año, cuando llegaba el día de Navidad y todos íbamos a comer a Victory en la calle Lagasca. Es verdad que los sobres con billetes que repartía el abuelo en esas comidas, daban un empujoncito (nudge, en inglés) decisivo a las ganas de celebrar que ya teníamos todos.
He conocido familias hilvanadas a través de la amorosa actitud educadora de una abuela profesora de escuela, de la intelectualidad áspera de un abuelo catedrático, de la rectitud exterior de un abuelo notario, de los estrictos compromisos de fe de una familia católica practicante, o de la creatividad de una abuela artista, pintora y viajera. Pero si tuviera que definir a José Sagi-Vela, nuestro abuelo Pepe, no lo haría a través de sus éxitos profesionales, que los tuvo, o de la crianza de hijos baloncestistas, donde también lo hizo bastante bien. Lo haría a partir de su maravilloso sentido del humor.
La palabra humor viene del latín humoris y significa líquido, fluido. Los griegos primero y los romanos después, entendían que el organismo se componía de cuatro humores básicos, que se corresponden con los cuatro elementos: la sangre era el humor del aire, la bilis amarilla el del fuego, la bilis negra el de la tierra y la flema el humor del agua. Si tenías los niveles correctos en todos ellos, significaba que tu salud estaba en orden. Luego el médico romano Galeno añadió el quinto humor a la fórmula, la pneuma, que más que un fluido era un soplo, spiritus en latín y que tenía mucho que ver con lo invisible, con el bienestar espiritual, con lo que hoy llamamos psicología.
Estar bien, por tanto, estaba íntimamente vinculado al equilibrio de los humores, del buen humor. Y el humor, a su vez, se armaba con el equilibrio tanto de la parte material de la realidad, con sus cuatro elementos, como de la espiritual, con la pneuma. La aproximación a la salud era holística, global, materia y espíritu juntos, unidos en el anhelo de encontrar el equilibrio como objetivo final. Y no este bienestar exclusivamente materialista de nuestros días, donde si mis analíticas dicen que estoy bien, es que estoy bien, a pesar de que me encuentre como el orto, no tenga nada de paciencia con mis hijos, no encuentre el disfrute en ninguna actividad cotidiana, odie mi curro, no pueda dormir sin pastillas, tenga pesadillas, o no pueda vivir sin el teléfono móvil.
Así que yo debo de estar genial Dr , pero póngase usted en mi lugar y opine.
El abuelo Pepe no conoció el smartphone, pero él también se entretenía y nos entretenía con los medios que tenía a su alcance. Una de las actividades que con más amor recuerdo y que más me colmaba como niño, era su costumbre de agarrar los paquetes y botes de comida procesada del tipo que fuera, para leernos a los nietos la letra pequeña de los mismos, donde se describen los ingredientes, la procedencia y las indicaciones de consumo preferente. Cuando terminaba con el texto, que normalmente era bastante breve, aparentaba seguir leyendo e inventaba una narración personalizada para los que estábamos escuchando, como si la caja de cereales hubiera sido fabricada para nosotros. Y en ella metía recomendaciones de comportamiento, los éxitos cotidianos de sus nietos, el resultado de los partidos del Estudiantes y del Barcelona de fútbol y de vez en cuando una pequeña regañina cariñosa, en el caso de que lo merecieramos.
Y como tampoco existían los memes, manejaba las rimas como herramienta divulgativa y aviso para nosotros, pequeños navegantes de una vida recién iniciada en aquellos años. Recuerdo muchas, pero especialmente una que nos contaba saliendo a la enorme terraza de su casa de Benidorm, señalando con el dedo índice a las estrellas de las cálidas noches de verano y recitando de manera muy solemne los siguientes versos:
«dada la estrella polar y el logaritmo de Phi,
averiguar si es aquí (bajaba el dedo de las estrellas y señalaba hacia el suelo),
donde se puede cagar».
Así que seamos como mi abuelo y recuperemos el equilibrio, el humor, cosa que sólo es posible si juntamos materia y espíritu, humano y divino, cuerpo y mente. Y dejempos el puto móvil en casa que es domingo y hace un día tremendo para pasear y encontrar donde se puede cagar, mirando a la estrella polar.
Pasen un maravilloso domingo.
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