El espejo

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Me duele el cuello y llevo meses tratando de identificar por qué. He cambiado la silla, la orientación de la mesa, la altura e inclinación de los monitores. He incorporado una rutina de ejercicios antes y después de trabajar y procuro seguir caminando de manera regular cada día a las 7 de la tarde. Duermo bien según dice mi pulserita, las almohadas son las de siempre y las horas de sueño se mantienen en rangos más que aceptables. No hace frío en casa, mis niveles de glucosa están en el mejor momento desde hace veinticinco años y hace mucho que dejé de tirar del carrito y coger a mis hijas en brazos. Es cierto que los cuarenta y muchos pesan y son seguro un factor, pero me niego a pensar que la segunda mitad de la vida sea un constante declive físico hasta la muerte.

Después de probar todo lo doméstico; ver tutoriales para cambiar hábitos posturales en Youtube, buscar en blogs especializados y comprar algún que otro libro sobre el tema, decidí acudir a un terapeuta. Mariano el quiropráctico me preguntó si de pequeño me había dado un fuerte golpe en el cóccix. Me dijo que mi pelvis está achatada por abajo, como si me hubiera caído a horcajadas sobre la rama de un árbol. Además dijo que tengo la cadera descompensada (que eso nos pasa a todos, dice) y que mis bíceps femorales y psoas están muy rígidos y acortados, lo que dificulta el correcto fluir del Chi (Mariano también se formó en medicina china). Que todo eso podía ser el motivo de mi dolor en el lado derecho del cuello, justo donde se inserta con el cráneo (meridiano de vejiga) y que para sanarlo tenía que hacer una serie de ejercicios de estiramiento específicos, beber mucha agua, mantener el cortisol en límites saludables y no comer carne roja como la de la foto. Nunca pensé que el Chi y la vejiga fueran tan importantes. Deberíamos manifestarnos para que se les otorgue la relevancia cultural que poseen.

Como ya hacía estiramientos y para no acumular tareas, que también tengo que ver Netflix, chequear Twitter para indignarme con gente random y meditar veinte minutos, opté por levantarme cada día media hora antes y hacerlo en ese momento de calma, mientras escucho un podcast sobre temas místicos y esotéricos que me apasiona. El conductor del mismo es un tipo muy interesante llamado Miguel Conner y aprovecho para decir que la palabra esotérico no tiene nada de raro, aunque en nuestro mundo moderno la hayamos cargado de un significado contrario a la ciencia y la razón. Esotérico alude a lo invisible, a lo interior y es lo opuesto a lo exotérico, que es lo material, lo exterior, lo que experimentamos con los sentidos. Así que esotérico no es lo otro, lo raro, sino más bien todo lo contrario. Es lo que pensamos, anhelamos, soñamos, rumiamos, sentimos, amamos; todas esas actividades no materiales y no medibles, pero tan cotidianas y necesarias.

Y mientras, hacía rotaciones de cuello, primero hacia la derecha, mantén cinco segundos y luego hacia la izquierda, mantén otros cinco segundos. Alternando esos giros con movimientos arriba y abajo, como si asintiera y luego a derecha e izquierda, como si negara. De pronto el miércoles llegué a la conclusión de que mi dolor es por mirar la vida de perfil y lo que es peor, por ponerme yo de perfil ante la vida. Unido al perverso y nocivo efecto secundario de transitar gran parte de esa vida a través de pantallas, lo que supone estar siempre pendiente de mi individualidad. O de la imagen proyectada de mi individualidad, que es aún peor.

Parte de este problema es literal, al estar todo el día laboral mirando dos monitores, ninguno de los cuales está frente a mi, mi cabeza está siempre ligeramente inclinada, mientras mi tronco y brazos, suelen seguir perpendiculares a la mesa. Si estoy escribiendo o concentrado en algo no es demasiado problema, pero como la de tantos Sapiens, mi jornada se compone de una constante sucesión de videollamadas, mensajes al móvil, correos electrónicos leídos en diagonal y quizá una (o ninguna) llamada de teléfono de las de antes.

Y las videollamadas, creo, son el mayor problema para mi dolor y también el mayor cambio cultural que la realidad post pandemia ha traído a nuestras vidas.

En cualquier día entre semana la configuración de mi vida es la siguiente: trabajo desde casa, sólo, la cámara que me enfoca es la del portátil, pero la pantalla a la que miro es -por tamaño y por estar mejor ubicada, encima del teclado y el ratón-, la secundaria. Como además en la mayoría de videollamadas se comparte un documento, lo normal es estar mirando donde se visualiza mejor dicho documento, lo que hace que nunca mire directamente a la cámara.

Resultado, lo que ve la gente es mi perfil derecho y lo que yo veo de casi todos los demás, es alguno de sus dos perfiles.

A esto se le añade el hecho perverso de que las herramientas de videollamada te devuelven también tu propia imagen, lo que es una novedad en la historia de la humanidad. Nunca antes habíamos pasado tantas horas al día delante de nosotros mismos, viéndonos hablar como si fuéramos espectadores de nuestro propio yo. Nunca antes habíamos ido por la vida con un espejo incorporado. Mirarnos en el espejo era algo puntual que hacías antes de salir, al arreglarte, al pasar por un escaparate.

Mi madre me decía que dejara de mirarme que iba a romper el espejo, yo le digo a mis hijas que dejen de mirarse, que están muy guapas. Existe una atracción esencial a mirarnos, pero si Dios hubiera querido que nos miráramos a nosotros mismos, nos habría colocado los ojos en las palmas de las manos.

Podemos tocarnos, olernos, saborear nuestra piel, escucharnos, pero no podemos mirarnos a nosotros mismos a los ojos. Y esto tiene que ser por algo.

Hasta hace pocos siglos la acción de vernos nos sorprendía como especie. La naturaleza no tiene espejos, salvo que te reflejes en el agua tranquila de un charco o un estanque. Recordar que el castigo de Némesis a Narciso por tenerse en tan alta estima y rechazar el amor de Eco, consistió en hacer que éste se enamorara de su propia imagen reflejada en un estanque, lo que acabó con Narciso ahogado por no poder refrenar el lanzarse a abrazar la imagen de sí mismo en el agua.

Se ve que además de egocéntrico, Narciso no sabía nadar. Pero tomemos nota de cuál fue el castigo de Némesis: enamorarse de su imagen reflejada en el espejo.

Hace dos años por estas fechas llegaba el virus: hospitales llenos, personas muriendo, alarma global, fútbol y teatros suspendidos, confinamiento, conspiraciones, vacunas y todo lo que ya sabemos y hemos recontra hablado, sobre lo que esa situación sobrevenida e inesperada cambió nuestra cotidianidad.

De todos los efectos de la pandemia, dos de los más inaceptables y nocivos, son que ahora nos miramos unos a otros de perfil y que hemos normalizado y banalizado el hecho de mirarnos al espejo durante muchas horas cada día.

Lo que hace miles de años era un castigo de los dioses griegos, ahora es una funcionalidad habitual de las formas de comunicación entre seres humanos.

Y no hay peor síntoma de enfermedad global que aceptar el hecho de mirar y ser mirado de perfil, ni mayor peligro que haber incorporado la imagen propia, símbolo de lo individual sobre lo colectivo, del yo sobre el todo, de lo particular sobre lo general, como un rasgo de la cotidianidad cultural aceptada.

Y a mi, además, me sigue doliendo el cuello.

Pasen un buen finde, disfruten de la Copa del Rey, del All Star y aprovechen que un día a la semana se puede comer carne roja. Acompañen la carne con unos pimientos verdes asados y sobre todo, con amigos. Y mírenles a los ojos, de frente, ya verán qué diferente es eso a lo de las pantallas de todos los días. Y qué descansado.

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