El mundo corporativo ha tergiversado, como tantas otras cosas, el concepto y significado de la palabra agencia.
Tener agencia quiere decir tener el conocimiento y la habilidad para acometer empresas, proyectos. Viene del latín agentia, que significa la cualidad del que hace. Y el que hace cosas y las hace correctamente, es que tiene agencia para ello. Tener agencia es ser efectivo, es tener el mapa y la instrumentación suficiente para orientarse. Tener agencia es haber identificado los hechos pasados y ser capaz, por tanto, de reconocer lo esencial cuando vuelven a aparecer en el presente.
La agencia en el mundo moderno, en cambio, son empresas en las que hemos delegado la responsabilidad de lo que nosotros sabemos hacer, pero que hemos decidido no mojarnos el culo haciendo.
Y este movimiento perverso que comenzó en el mundo de la creatividad, porque era nuevo y de «artistas», se ha ido multiplicando a decenas de otros campos, hasta el punto de que en muchos casos ya no sabemos de qué somos, o no somos, capaces.
Y lo incorrecto no acaba ahí, porque las agencias son además el parapeto perfecto de muchos individuos para eludir su propia (ausencia de) agencia, para no asumir responsabilidades y tener alguien a quien culpar, si el resultado no es el esperado.
Esto no sucede en todos los casos, claro está, pero sería muy bueno que compañías y agencias de todos los sectores, se pararan un poco para reconocer sus potenciales y aspirar con más sentido. Y sería óptimo si además se plantearan, nos planteáramos, aspirar como organizaciones a más cosas que facturar, crecer, o a tener fe infinita en eso que llamamos progreso. Como si el progreso fuera la salvación.
Pero no quería escribir de las agencias corporativas, que bastante tienen con encontrar su hueco en este mundo tan aparentemente cambiante. Sino de la agencia individual. De tener agencia cada uno en nuestra vida y con nuestra vida. Porque de la misma manera que las empresas han delegado sus responsabilidades, nosotros hemos desconectado de las nuestras.
Las causas son numerosas y me tienta hacer un análisis profundo, de psicologizar todo, como me dicen mis hijas. Pero no, voy a alegar un sólo motivo que, como la pulserita en los hoteles de Punta Cana, vale para todo lo que te quieras comer: el motivo es que hemos apartado lo sagrado.
La semana pasada ya hablé de esto, lo sé, y la otra. Y mi amiga Pepa, a la que aprovecho para felicitar por su cumopleaños hoy, igual dejará de leer en este momento por aburrimiento. O por tener la sensación de que se me ha pirado con el tema de Dios, lo sagrado y demás conceptos colmados de naftalina, vinculados a pasajes oscuros de nuestra historia reciente y antigua y opuestos a la modernidad ésta en la que vivimos. Pues puede ser Pepa, no digo que no, pero asumo el riesgo. Mucha de la culpa la tiene Peter Kingsley, filósofo inglés con el que soñé hace unas semanas y del que me he leído casi toda su obra durante este mes de enero que acaba.
Y lo último que ha escrito es una biografía sobre Carl Jung, de nombre Catafalque. Y claro, Jung me (nos) interesa mucho, Jung es alguien que consideramos moderno y actual, es alguien que sin miedo al fallo podemos nombrar en conversaciones con amigos, o reuniones del departamento de marketing y quedar como muy cultos e interesantes. Porque de psicología ya se puede hablar sin problemas, está a la orden del día, en las conversaciones de café, en la boca de profesores y adolescentes, en el programa de Francino, en el podcast de Ángel Martín, en el documental de Iniesta. La psicología es mainstream. Gracias a Dios, entre otros.
Y Carl Gustav Jung era un señor suizo y uno de los padres de la de la psicología del s.XX. Y sin duda es un autor de prestigio, muy publicado, muy traducido, muy seguido, muy todo. Y yo de Jung sabía lo justo para comenzar una conversación con la mujer que me gustaba en mis inicios en la Escuela de Psicología Profunda, pero ya. Salvo conceptos aislados del imaginario popular, como arquetipo, conciencia colectiva o imaginación activa, que hoy puedes encontrar en tutoriales de Youtube, e incluso en algunos memes sesudos y bien trabajados de Whatsapp, no tenía ni idea sobre su vida. Y sí, como buenos hijos de nuestro tiempo y consumidores compulsivos, tenemos libros suyos en casa: el Libro Rojo, editado mucho después de morir él (2009), luce maravillosamente en las estanterías en su enorme edición de Taschen, junto con algunos otros sobre interpretación de sueños. Pero hasta ahí, todo muy superficial, como nuestras vidas de Sapiens modernos.
Y no me voy a detener en contar mi experiencia con Catafalque, si alguno tiene ganas que se lo lea. Pero si voy a incidir en la idea fundamental que traslada sobre Carl Jung y que no es otra que la relevancia de lo sagrado en la vida. De la importancia que tiene volver a reconocer eso que es sagrado, entre los vestigios de nuestra cultura occidental. Y de lo ineludible que es encontrarlo en nosotros mismos, en nuestra psique, en nuestro alma.
Porque queramos o no, lo sagrado, que para Jung eran los arquetipos, se abre paso siempre. Aflora aunque nuestra egpoistilla individualidad quiera otra cosa, o piense (esa actividad tan cultivada que nos colaron Platón y Aristóteles) que quiere otra cosa. Al igual que lo hace la Naturaleza, que consigue que crezcan flores en el asfalto más brutalmente civilizado, lo sagrado no se puede relegar (nobody puts Baby in the corner, que sabiamente dijo Patrick Swayze en Dirty Dancing). Ni relegar, ni sustituir por la ciencia, que huelga decir que tiene mucho de fe y en la que muchos de nosotros depositamos toda nuestra agencia vital.
Darle el lugar correcto a lo sagrado es recuperar la agencia. Es reconocer si me encuentro bien o no, en ausencia de un médico que me lo diga. Es saber si estoy orientado en mi carrera profesional, con independencia de lo que diga mi cuenta corriente y mi Linkedin. Es reconocer lo que va a favor del despliegue de mi arquetipo, por más que la opinión pública y mi tradición digan lo contrario.
Y todos sin excepción, sabemos reconocer lo sagrado. Porque todos hemos estado cerca de un bebé, o delante de un muerto, todos hemos estado enamorados, todos hemos visto una puesta de sol en el mar, todos hemos ido a la montaña, todos hemos escuchado cantar a los pájaros una mañana de primavera. Eso es lo sagrado y a lo que tenemos que regresar. Y esos mismos arquetipos que cíclicamente se desarrollan en la Naturaleza, se despliegan de la misma manera en nosotros. Hay que aprender a leer las señales, pero sobre todo hay que estar atentos a ellas. Y para estar atentos hace falta callar, parar, cerrar los ojos y aguantar 15 minutos así. O sólo 10, o incluso 5. Pero hacerlo cada día.
Hoy en Madrid hace día para todo eso y para mucho más. Hagámoslo y recuperaremos la agencia de nuestro estado, de nuestras vibraciones, nuestras sensaciones, de nuestra vida. Y hagámoslo olvidándonos de la agenda, que con la misma raíz que agencia, nos transporta a un universo mucho más moderno y oscuro.
Pasen un feliz domingo y vamos a por febrero.
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