Mi tía Susi siempre ha dicho que los del colegio Estudio y los del Liceo Francés eran raritos. Puede que en su época esos colegios, por no ser eslabones directos de la cadena nacional católica, generaran atracción de hijos de progres o de élites culturales que contrastaban con la mayoría, que acudía a colegios privados religiosos, o a colegios públicos que, en tiempos de Franco, eran casi la misma cosa. En mi época seguían teniendo un marcado perfil en ambas instituciones, vinculados al deporte los primeros y a una cierta cultura cosmopolita los segundos y los podías «reconocer» sin intercambiar una palabra con ellos. Claro que lo mismo decían ellos de nosotros, los del Ramiro, un colegio público de la calle Serrano, un oximorón de más de 2.000 estudiantes, donde convivían sin drama el hijo del militar, con el del artista y el del obrero, con el del científico.

Y es que las cosas se saben, siempre se saben. A partir de ese reconocimiento uno tiene que acomodarse, porque muchas veces no encaja lo que sabes, con lo que se espera que hagas, digas, o seas. Pero saberlo es automático, antes de hacerlo consciente ya lo sabes. La información de cuál es el camino está ahí antes de que surja la cuestión y, por supuesto, antes de que tu mente se ponga a procesarlo de manera voluntaria. Cosa distinta es poner en marcha esa sabiduría para llevarla a la acción. Entre los de nuestra especie lo primero siempre es pensar, acto que coincide con empezar a poner palabras a eso que sabemos. Y ahí comienzan los problemas.

Poner palabras a las cosas es algo exclusivamente humano. El resto de animales no lo hacen, al menos no con la sofisticación que lo hacemos nosotros. Poner palabras es una herramienta magnífica y necesaria y también tiene mucho peligro si no se emplea correctamente. Mucho más ahora, cuando hay un exceso de palabras, como las de este y millones de otros blogs , o las grabadas o vomitadas en radio, podcasts o directos de Twitch, lo que provoca que seamos incapaces de reconocer las rarezas de nadie. Yo por eso escribo sólo una vez a la semana, para evitar la inflación de logos.

Los griegos usaban logos para referirse a algo que significaba palabra, o verbo, o discurso. Logos no era necesariamente la verdad, sino el ejercicio de buscarla alrededor de un tema. Y además de eso era un entretenimiento. A los griegos de la época de Aristóteles les divertía el ejercicio del diálogo, como a nosotros nos gusta ver «Cadena Perpetua» en HBO, cosa que hicimos anoche en casa. Y al igual que ha pasado con las plataformas de streaming, aquella forma de disfrutar de los contenidos, se hizo viral hace 2,500 años. Los atenienses molones dialogaban, argumentaban, razonaban para pasarlo bien y popularizaron tanto la actividad, que se convirtió en mainstream. Además dejaron muchas cosas escritas, las materializaron, o fueron materializadas poco más tarde por los curiosos romanos y después Roma se convirtió en imperio en nuestra parte del mundo y dominó todo lo dominable.

Al poco pasó lo que pasó con Jesús, y sus followers estuvieron dando la matraca durante tres siglos porque los romanos, igual que los griegos, tenían la puta manía y el poco talento de organizarse en base a que unos eran esclavos y otros señores y claro, eso, en algún momento, estalla. Como los mensajes de Jesús y los sucesivos CEO´s de la confesión debían ser bastante potentes, durante los primeros 300 años la cosa caló muy bien en el target de los desfavorecidos, siempre mayoría y éstos empezaron a tener fuerza y a organizarse (una historia familiar, ¿no?). Asumo que antes de que se les fuera de las manos del todo y entendiendo que si no puedes vencer al enemigo, únete a él, primero Constantino, en el 313, puso fin a la persecución de los cristianos y luego Teodosio el grande, muy grande, el 27 de febrero del 380, la confirmó, convirtiendo a todo perro Pichichi del imperio al cristianismo. Y así hemos llegado hasta nuestros días.

Días en los que hemos comprado la narrativa histórica de que Aristóteles y sus colegas griegos pusieron de moda el logos, la palabra, la razón, el pensamiento racional y la lógica, que luego se fue todo a la mierda con el Cristianismo oficializado post romano y la oscura Edad Media, que se recuperó con la Ilustración y la Revolución Francesa y que acabó de ser molón de verdad verdadera con la Revolución Industrial, la democracia representativa, la revolución tecnológica y ahora con la de la tecnología de la Información, osea de la palabra, del logos.

Lo malo, o bueno, quién sabe, es que hemos pasado de que el logos salga de los foros de Aristóteles y compañía, a que lo haga de ChatGPT, plagie éste los contenidos de donde los plagie. Todo muy bien, Maricarmen.

Pero en esta sucesión a caballo entre el deseo y la simplificación, se nos olvida que el padre de la lógica fue Parménides, un filósofo y sabio presocrático que, además, era sacerdote de Apolo. Y para él, la lógica incluía lo espiritual, aquello que no es material y que engloba actividades tan humanas y locas como los sentimientos, las emociones, las intuiciones, los sueños o la imaginación que, por lo que sea, quizá por no ser lógicas en el sentido moderno de la palabra, han perdido relevancia. Salvo para temas vinculados al arte en cualquiera de sus formatos y siempre que ese arte se pueda materializar.

Esta ensalada de conceptos, habiendo quitado a la Lógica su parte espiritual, hace que hoy estemos más perdidos que nunca y que tratemos de rescatarnos acumulando dinero, propiedades, bitcoins, contenidos, leyendo este blog, o libros, escuchando tertulias de radio y opiniones de expertos, o supuestos expertos. El arte de dialogar, de debatir, de argumentar, ha seguido creciendo non stop desde Aristóteles, pero ya no es arte, es verborrea partidaria para generar beneficios materiales de unos y otros. En todo lo que es público, incluidas las infinitas reuniones de Teams, el diálogo hace mucho que ha dejado de ser arte y en el mejor de los casos y son pocos, solo es razonamiento con destino a la nada misma, la nada material.

La distinción entre saber o no saber, que era como empezaba esto, es evidente si estás en silencio, si no lo piensas o si estás a punto de quedarte dormido. Luego, cuando te despiertas, comienza el pensamiento, la palabra, la argumentación, el diálogo interior y exterior, la razón, la ciencia y acabamos siendo cualquier cosa, sólo para para poder pagar las facturas. Lógica aplastante materialista.

Pero el peso de los argumentos, incluido el de poder pagar tus facturas, deja tranquila y conforme a una parte de la opinión pública y a tí mismo, durante unas pocas horas, pero no apaga nunca el runrún interno. Nunca. Ese sólo baja si consigues que estómago (intuición), corazón (emoción) y cabeza (espíritu) conformen el eje de cada paso que das.

Así que callen, al menos cinco minutos cada día, chequeen, que mi tía lo hacía y así podía identificar las rarezas de los amigos del Estudio y del Liceo. Y no piensen, ni siquiera en esto. Sólo sientan.

Pasen buen agosto.

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