Este jueves tomé yo la palabra en el desayuno, que como me dice Tito en las reuniones de Teams, tengo «mucho rollo…». González callado y atento, quizá porque estaba con resaca, que su pareja es francesa y habían ido a ver la semifinal con los amigos de ella la noche anterior. En la mesa de al lado dos mujeres hablan alemán animosamente, acompañadas por un niño pequeño vestido con la camiseta de Messi. Y como veníamos hablando del mundial desde hace un mes, ahora no lo íbamos a dejar, cuando sólo queda la final.
Y comentábamos que hay gente a la que no le gusta el fútbol, cosa que está bien. Hay otra gente a la que no le gusta el fútbol, pero sí el mundial, como es el caso de David (Villa), mi médico, al que yo llamo Guaje todo el tiempo y le digo que con ese nombre es normal que le guste. Y luego están aquellos a los que además de no gustarles, critican a este deporte y al mundial como símbolos de todo lo malo de nuestra sociedad; la corrupción, la discordia, la mala educación, el dinero fácil, el machismo, los cortes de pelo ridículos. Y tienen mucha razón, toda la razón, pero ninguna lógica. Porque el mundial de fútbol es lógica pura, a diferencia de lo que dice el emotivo comercial de la cerveza Schneider, patrocinador de la selección argentina.
González parece interesado, pero dudo de si en mi relato, o en el de las señoras alemanas, porque él entiende el idioma y me indica que ellas también están hablando del mundial y que cree que el marido de una es argentino, dato que daría significado a la camiseta del chaval de unos tres años que está jugando con una muñeca alrededor de las mesas y que a cada tanto levanta el brazo y se pone a cantar el «muchaaaaachos, ahora nos volvimos a ilusionar…».
Yo sigo, retando a las fuerzas gravitatorias que atraen la atención de Gónzalez y le cuento que fui un estudiante medio sin alardes, sin interés por la mayoría de las asignaturas, sin una vocación clara, sin una tradición que me orientara hacia ninguna rama del saber. Pero en el último curso de bachillerato, para gran sorpresa mía, me calificaron con un 10 en la asignatura de Filosofía. Y bueno, ahí quedó mi carrera como filósofo, porque luego estudié Sociología, hasta que pasados los cuarenta una amiga me animó a matricularme en unos estudios filosóficos en una pequeña escuela de Madrid.
Lo hice y entre todas las enseñanzas que integré, sin duda la más valiosa fue la de encarar la vida como el resultado de la experiencia en dos mundos, muy reales ambos y que los Sapiens experimentamos como sólo uno. El primero es el mundo exterior, el de la materia, el de las cosas contables y medibles, el de las ciencias físicas, ese que tenemos todos clarísimo. Y luego el otro, ese mundo que el maestro que fundó esa escuela, un suizo discípulo de Jung, llamaba mundo interior y que es el de la conciencia, el de lo invisible, el de lo espiritual, ese en el que las líneas paralelas al final se encuentran y en el que puedes viajar en el tiempo. Y a ese no le damos ninguna bola hoy en día, porque somos muy modernos, muy científicos, muy racionales y eso es superstición pura. El acuerdo mainstream en occidente dice que todo esto empezó con el Big Bang, explosión que no se sabe como se dió (ni importa) y que a partir de ahí la llamada evolución ha ido seleccionando especies, hasta hoy, que Argentina y Francia juegan la final del Mundial de Qatar.
Este paradigma explica muy seguro de sí mismo, que todo lo que nos pasa a los Sapiens es producto del funcionamiento de ese órgano que llamamos cerebro, del que aún sabemos muy poco, pero del que en el futuro, con más ciencia y mejor tecnología, podremos saberlo todo. En definitiva, nos piden que tengamos la misma fe de siempre, pero en este caso en la ciencia. Vaya, que ni puta idea, que simplemente confiemos en que en algún momento entenderemos bien la movida. Todo muy razonable.
Y el año pasado, en una de esas mañanas en la librería «La Mistral» de Madrid, cayó en mis manos Realidad, de un señor llamado Peter Kingsley. Un libro de Atalanta al que ya dediqué un post en su momento y que destripa y analiza el significado de un sólo poema encontrado en Velia, al sur de Italia y atribuido a Parménides, que vivió unos seiscientos años antes de Cristo.
A este filósofo lo conocemos como el padre de la lógica y en la filosofía de COU lo encuadramos entre los presocráticos. dedicándole poco más que un párrafo y una foto, dentro de uno de los temas. Después de él llegó Sócrates (no el futbolista brasileño, el otro) y más tarde Platón y Aristóteles. Y con estos dos, sobre todo el último, el monopolio de la razón como valor supremo de nuestra querida cultura occidental, tomó formato y se consolidó. Porque razonar, discutir, conversar, argumentar, todas actividades muy loables, eran con las que se entretenían en la Atenas de aquellos años y Aristóteles lo identificó muy bien. Y como esos que gustaban de razonar eran además los que mandaban, se consolidó el ejercicio del razonamiento como la manera molona de entender el mundo. Un poco interpretaron a su conveniencia la lógica de Parménides, pero bueno, todos barremos siempre para casa. Y de aquellos polvos, hasta estos lodos.
Porque Parménides, según cuenta Kingsley, además de filósofo presocrático de nuestro libro de COU, era sacerdote de Apolo y entendía la lógica como la simbiosis de lo material y lo espiritual. Es decir, la mitad de su lógica era la parte divina, la insondable, la inexplicable, esa a la que sólo se puede acceder a través de la quietud o de los rituales comunitarios. Por eso se retiraba a una cueva a lo que ahora llamamos meditar y por eso celebraba sesiones colectivas de rezo, cuya versión de 2022 es el «Muchachos» que cantan los muchachos en la cancha y yo a mis hijas en casa.
Y es verdad que la razón nos ha traído cosas magníficas, pero insuficientes para entender según qué cosas. Sin la lógica de Parménides, humana y divina, material y espiritual, no hay manera de comprender que el niño alemán vista la camiseta de Messi, que la abuela de Rosario se haya hecho famosa en el mundo entero, que en el teatro de Flores el público cante en loop el «Muchachos», una vez acabado el concierto de Divididos, o que yo vaya a ver la final vistiendo una camiseta de la albiceleste con el 10 y el nombre de «DieGon» rotulado en la espalda, regalo de hace años de mi amigo Gontán, que no había encontrado ocasión de vestir de verdad hasta el día de hoy.
González a su vez me ha llamado hace un rato, y me ha dicho que se ha comprado la camiseta de Argentina con el 10 y que ha rotulado «Parménides» en la espalda. Lógico, le he contestado.
La final la ganará quien sea, ojalá Argentina, pero que Dios, o como lo quieras llamar, existe, es pura lógica. Pasen un precioso domingo, vean el partido, canten el «Muchachos» y disfruten de la vida, que para eso hemos venido al mundo.
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