Conectar viene del latín connectere y está compuesto por el prefijo con (entero, junto, por completo) y el verbo nectare (anudar, enlazar). Así que conectar significa enlazar por completo dos o más personas, cosas, o personas y cosas

Y me pregunto, ¿a quién no le gusta conectar?. Si de conectar con otro ser humano se trata, cuando sucede, se genera un sentimiento de plenitud difícil de comparar. Como cuando conectaste con aquel mejor amigo que te salvó, en esos primeros días de clase en primaria. O con tus compañeros de equipo del junior B, el año que jugasteis tan bien, que quedasteis por delante del junior A. Y qué decir de la conexión con tu primer amor, ese que sucedió tras ir juntos en el autocar de vuelta, de un viaje de fin de curso con dieciséis años. O poder conectar por fin con tu madre, el día antes de morir y sin palabras, sólo a través de las manos entrelazadas, para entender algo y perdonar todo.

Si hablamos de conectar con un lugar, es poder pisar ese suelo y saber que era la lo que andabas buscando, sentir la cercanía con sus gentes, la comunión con lo que ves y que el recuerdo quede fijado en tu memoria para siempre (y no penséis en grandes viajes, que a mi me pasó con la Plaza de la Paja de Madrid). Conectar, se puede conectar con multitud de cosas y de muchas maneras, con una canción, con una obra de arte, con un color, un olor, con un número y hasta con un sistema operativo, o si no que le pregunten a los programadores y su amor por Linux.

Pero la conexión puede (y tiene que) ser también con uno mismo. y en este caso hablo de una conexión que viene de serie en los humanos, igual que en el resto de seres vivos y que no se debería perder con el paso del tiempo, más bien todo lo contrario. Nacemos siendo una unidad, crecemos estando tremendamente conectados a nuestra esencia, sobre todo en los primeros años y si el desarrollo es correcto, podemos llegar a adultos estando conectados. La conexión adulta tiene mucho que ver con la integridad, lo que nos lleva de vuelta a la unidad de lo que cada uno somos. Pero es un hecho, que en esta época que nos ha tocado vivir, la conexión con nosotros la perdemos cada vez más fácil y cada vez más temprano. Y con ella la integridad, y eso es un problema.

Y yo detecto dos fenómenos relacionados con la falta de integridad. El primero es el materialismo imperante que sólo contempla lo exterior. O lo que es lo mismo, aquello que se experimenta con los sentidos, o que se puede medir, pesar o contar. El materialismo deja lo invisible (pensamientos, sueños, emociones, sentimientos) fuera de la ecuación de la realidad, etiquetados como meros aspectos subjetivos del individuo, de la cultura, o de las religiones. Y sobre los que no se puede más que teorizar desde el análisis del hecho psicológico. sociológico o filosófico, y que por supuesto no se puede demostrar que realmente existan, sean. Pero este enfoque tiene un fallo grande, muy grande, ¿Cómo se hace para pesar o medir una emoción?.

Y con esta pregunta llega el segundo fenómeno, que aparentemente sirve además para contestarla. El segundo es internet y en concreto su deriva no deseada, su alcance infinito y sobre todo la existencia de las redes sociales, al haber creado un sistema de medida de lo invisible, de la conexión entre personas, basado en la lógica materialista dominante del «conteo» y todo ello, vinculado a un modelo de negocio que necesita que pasemos mucho tiempo en ellas y que volvamos recurrentemente. La única manera de evaluar tu capacidad de conectar con otras personas en redes sociales, es tu número (y digo número) de «amigos», contactos, followers, likes, views, retuits o menciones en cada una de ellas. Pero lo que sucede, lo dramático, es que esa conexión no es tal, no funciona, es mentira, salvo como consolidación del modelo de negocio basado en nuestra presencia. Lo que además, genera nuevos problemas que no existían antes.

Pero volvamos a la conexión con nosotros mismos, esa que cada vez es más complicada de conseguir. Y merece la pena volver, porque quizá corrige, para bien, los outputs no deseados de los dos fenómenos que acabo de nombrar: el del materialismo y el de la conexión «contable» con otras personas.

Por definición, la mía al menos, estar conectado es estar con capacidad de crear y por tanto de ser divino, al menos por el tiempo que dure tu conexión. La respuesta afirmativa más sencilla que conozco, a que existe Dios (o llámalo como quieras), es darte cuenta de que se te ha pasado la tarde volando, haciendo algo que realmente iba contigo. Que tiempo y espacio han desaparecido sin percatarte y sin pensar en tus tengoqués y debodés. Que has vivido un rato sin chequear tu móvil, sin contestar mails y sin ver twitter. Y que como resultado, ha surgido una obra que según cada cual, puede tener la forma de una sentencia justa, de una conversación con tu pareja, de unos ricos Eggs Benedict, de un maravilloso ramo de flores, de un buen 5×5 en el entrenamiento, de una nueva composición musical, de una empresa, unas líneas de código Java, un servicio nuevo para el cliente, o unas ventanas de aluminio perfectamente bien acabadas. Ser divino, que Dios exista, es eso y el problema que tenemos hoy, es que internet hace de «eso», una tarea muy complicada.

Internet es (o fue) un facilitador de la conexión entre personas, o entre personas y productos o servicios, a través de una tecnología que permite la instantaneidad, la sincronía y cada vez una mayor riqueza sensorial, por el crecimiento del volumen de datos a intercambiar. Pero internet ahora es, sobre todo, un mundo que quiere que regreses, porque en eso se basa el modelo de ingresos de todos los que viven de ello. Que además tienen a los más inteligentes creando cosas para que te sea «fácil» y poco culposo volver y mucho poder económico e infraestructura, para empujar sus inventos. Y si regresas, que es lo habitual, te van a colocar algo que ni necesitas, ni quieres, ni te hace conectarte contigo y por tanto ser creativo e íntegro. Y si esto no pasa, no mejoras tú, ni tampoco el colectivo.

Y yo, que escribo esto directamente en internet y a través de él os llega a vosotros, os aseguro que durante el rato que estoy sentado escribiendo, el tiempo pasa rapidísimo y me siento ligero, confiado, a veces emocionado y siempre conectado. Por tanto sé que la herramienta en sí, es tan buena como lo es cualquier otra. Pero también sé que, detrás de mi pantalla, existe un sistema tan bien diseñado que si me descuido, me atrapa, me hace navegar de un site a otro sin criterio, comprar un libro nuevo que no voy a leer y cotillear por media hora en la vida de Nikola Jokic.

Y si esto me pasa a mi, qué no le pasará a mis hijas de 13 y 11. Y me torpedea la cabeza la pregunta de cuántos likes valen sus emociones, cuántos «amigos» (en número) de Instagram son necesarios para que sean felices, cuántos views de Tiktok son suficientes para ser «popular» y cuándo y cómo podré ayudarlas mejor para que hagan, hagamos todos, un uso correcto de esta maravilla que es internet. Y la respuesta no la sé, pero quiero pensar que entre todos podremos seguir promoviendo la conexión con nosotros mismos y seguir creando y enamorándonos y distinguiendo entre lo que es íntegro y lo que no.

Y mientras, yo vivo mejor con las notificaciones del móvil silenciadas, el mail del trabajo sólo en el ordenador del trabajo y las visitas a Twitter restringidas a tres al día.

Pasen una buena y creativa semana.

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