En el verano de 1981 estaba con mis primos en una feria en Majadahonda, la típica cosa sencilla de principios de los ochenta, con coches de choque, algodón de azúcar y puestos de tiro con escopetas de perdigones. En el lugar estaba también Uli Stielike con su familia, aquel centrocampista alemán que jugó en el Madrid y que debía de vivir por la zona. Yo, que era un monísimo niño rubio, o eso decía mi madre, inocente y sin demasiado criterio, me acerqué a pedirle un autógrafo. Era la primera (y fue la última) vez que lo hacía y aunque encontré pronto un papel, no caí en el detalle de llevar también un bolígrafo. Al llegar a su lado le mostré sonriente el papelito y le pedí que por favor me lo firmara. Al no tener nada para poder hacerlo, el señor pronto pasó de mi monería y siguió con lo suyo. Yo me quedé con cara de tonto y frustrado por no haber sido capaz de completar aquella, en apariencia, tan sencilla misión, de la que tantas veces había sido testigo.
El 31 de octubre de ese año, en la noche que hoy se llama Halloween y que entonces no tenía un nombre específico, el Estudiantes perdió contra el Joventut en el Magariños. Esa temporada ya no estaba Fernando Martín en el club colegial y aunque McKoy y Víctor Escorial jugaron bien, no pudieron hacer gran cosa ante el equipo verdinegro, que meses antes se había proclamado campeón de la Copa Korac, con aquella canasta de George Galvin sobre la bocina en la final ante el Carrera de Venecia..
Al acabar el partido, los miembros de mi familia esperamos al tío Gonzalo (Sagi-Vela), que jugaba en el equipo catalán y cuando apareció fuimos a su encuentro. Mi tío le entregó a alguien una camiseta de entrenamiento de la Penya. Yo, feliz de ser sobrino de una «estrella» del basket y de nuevo bajo esa descripción de mi madre de monísimo niño rubio de siete años, debí de preguntarle si a mi también me había traído un regalo. Raudo me contestó que sí y se agachó hacia su bolsa para buscar algo, lo sacó y me lo dio. Lo que puso en mi mano estaba muy mojado, frío y era de un color indefinido entre el blanco, el amarillo y el gris. Pronto reconocí que no era un regalo, sino una broma empapada de sudor del partido. Sonreí para salir del paso, como haciéndome el que entiende las bromas de los adultos. Pero no era cierto, los niños de siete años no entienden las bromas de los adultos y mucho menos si el objeto de la misma es el propio niño.
(Tío Gonza, Uli, si leéis esto no preocuparse, os perdoné 😘).
Casi cuarenta y dos años después, puedo decir que estos dos episodios sin aparente importancia, generaron en mi opiniones que han durado décadas, si bien unas han sido más relevantes que otras en lo que al devenir de mi vida se refiere. La primera es que es más seguro no pedir nada a nadie y ser autosuficiente. La segunda es que los famosos son, o se vuelven, todos idiotas. Y la tercera es que ser antimadridista es lo correcto.
La incapacidad para pedir es uno de los más característicos rasgos de mi personalidad. No se pedir, me da vergüenza, siento que el otro va a pensar que soy débil, o torpe, que no soy suficiente, que soy… Incluso en los momentos en los que he estado en lo más profundo del pozo, he evitado pedir. Mal yo, lo se y desde hace tiempo trato de corregirlo. Still work in progress.
La opinión sobre los famosos y su mala gestión de la fama la sigo teniendo, pero ahora se que no era nada conmigo, ni con los niños rubios de siete años y soy consciente de que debe ser muy difícil manejar eso. De todas maneras, famosos del mundo, busquen un bolígrafo o háganse un selfie con los niños que vengan a pedirles un autógrafo y no traigan boli.
Lo del antimadridismo lo he chequeado infinitas veces, pero no tiene cura, lo sigo siendo y quizá todo sea culpa de Stielike.
Una opinión es la asociación de un pensamiento con una imagen y tiene mucho poder sobre nuestra conciencia. Hay que comprobar constantemente nuestras opiniones, porque es muy sencillo creer en cosas sesgadas o abiertamente falsas, por el simple motivo de que en su momento asociamos un pensamiento a una imagen que no era, lo cual nos puede crear problemas. Y no me refiero a problemas con personas con opiniones diferentes a las nuestras, ni a discusiones en la mesa del día de Navidad, ni siquiera a esa creciente moda de discutir en las redes sociales. Hablo de los problemas que nos generan a nosotros mismos y que condicionan nuestro desarrollo.
Dejé de pedir por miedo a que no me dieran y como consecuencia sentirme idiota. Eso hubiera estado bien, si hubiera sido capaz de no necesitar nada. Pero todos necesitamos cosas y sobre todo, necesitamos a otras personas. Contar con el otro, con el que sabe, el que ha pasado por ahí antes, o simplemente ese que está para que te apoyes en su hombro, el que se ríe de tu torpeza contigo, el que matiza tu decepción. Me convertí en un impostor que impostaba que «todo bien» y aún hoy me cazo repitiendo ese patrón. Y no estaba, ni lo está ahora, «todo bien».
Y nuestras opiniones incorrectas no perjudican solamente al tenedor de las mismas, alimentan la opinión pública y ésta, a su vez, la conciencia colectiva, a la que estamos todos conectados. De manera que estamos generando y transmitiendo todo aquello que no hemos corregido, que no se ajusta a nuestro eje y que carece de valor para el colectivo y lo estamos esparciendo por el cosmos, pensando además que son sólo opiniones, ergo que no son importantes, que no le dañan a nadie más que a uno. Pues no, si que dañan.
Tenemos todos una cuota de responsabilidad en la creación de un mundo más saludable. Hemos aprendido a tirar menos basura en el mundo exterior, hay mucha más conciencia de cuidar el planeta que en el año 1981, pero añadir contenidos inservibles al mundo interior, a nuestra conciencia y transitivamente a la colectiva, es también muy dañino, al tiempo que muy tentador, ya que tenemos libertad de pensamiento y de expresión. Pero chequeemos bien si nuestras opiniones son las correctas. Y que algo sea correcto es sencillo de comprobar; paren un poco, apaguen el móvil y siéntense con los ojos cerrados, la mandíbula y el abdomen relajados y los hombros caídos. Si al traer una opinión a la mente la sensación es de incomodidad, es que algo no está en su eje. Eso que no está en eje puede ser usted, o su opinión. Si es usted, puede ser sólo un mal día, pero si persiste, vaya a terapia, que le va a ayudar mucho, porque hay terapeutas maravillosos. Si es su opinión, sea valiente para corregirla, porque se puede y se debe cambiar de opinión. Es sanísimo, liberador.
Mientras tanto, pasen un maravilloso fin de semana, chequeen cómo les sientan de verdad esas opiniones que tienen y busquen a qué se puede deber que estén tan ancladas en su conciencia, a qué imagen se asoció qué pensamiento, en un momento donde no tenían todas las fichas para completar el juego. Igual son como yo, que por no parecer idiota, me convertí en un gilipollas. Ahí dentro, en la intimidad de su silencio y la oscuridad de sus ojos cerrados, tienen algunas respuestas.
Y si no, siempre pueden culpar a Stielike, o a Toni Kroos.
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