Voy a Galicia y se me quitan las ganas de escribir y de hacer nada que no sea dedicarme a la contemplación.
Contemplar viene del latín contemplari y está compuesta por la preposición _cum (compañía, acción conjunta) y por templum, templo, que ahora es usado para cualquier cosa, incluidos Twitch, el Bernabéu y el último restaurante de Dabiz Muñoz, pero que en su momento era donde los augures se ponían a mirar al cielo (a los pájaros, en realidad), para determinar si el lugar era, o no, sagrado. Si lo era, lo siguiente era construir el templo y una vez construido, acudir allí para las cosas de la vida que en la modernidad hemos decidido obviar, las que tienen que ver con el espíritu. El espíritu entendido como lo define la palabra alemana geistig, que se usa tanto para lo mental, como para lo puramente espiritual. Sí, resulta que los alemanes, tan conocidos por ser muy racionales y cuadrados, tienen una misma palabra para dos realidades que los Sapiens de hoy, entusiasmados (y ensimismados) con lo material y con la ciencia que todo lo puede y que si no lo puede ahora, lo podrá en el futuro, nos hemos empeñado en disociar: lo racional y lo espiritual.
Templum parece que, a su vez, viene de la raíz indoeuropea _tem, que significa cortar, parcelar. Así que los augures, que eran gentes de gran autoridad ya desde los comienzos de la antigua Roma, eran esos que se sentaban a mirar al cielo y a parcelarlo, para después saber si su correspondencia en la tierra era buena ubicación para construir un templo. Entiendo ahora a los especuladores que proponen comerciar con el metro cúbico y no sólo con el cuadrado, para cobrar también por el aire que respiramos, mucho más importante que el suelo que pisamos. Razones no les faltan, lo que pasa es que la importancia no reside tanto en el oxígeno que necesitamos para la vida, como en su analogía interna, ese otro combustible que también necesitamos mucho, invisible como el aire, pero que nutre nuestra pantalla interior, nuestra psique.
Pantalla que no se nos ocurre mostrar en ninguno de nuestros posados de Instagram, ni en nuestros ocurrentes tuits de verano, porque pensamos que nadie nos daría un like. Esa pantalla que reproduce nuestra mitad invisible, nuestra vida interior, esa parte nuestra que creemos que no «vende» y que a menudo nos hace sufrir, en esta cultura que pretende evitar el sufrimiento a través de la ciencia (química).
Con ella como aliada y con sus remedios, nos queremos sacudir de encima todo lo malo, lo que duele «sin motivo», lo que da por saco cuando todo va aparentemente bien. Tenemos un techo, unos amigos, una pareja, una familia, unas vacaciones, unos ingresos, un IPhone, banda ancha y ningún ser querido recientemente muerto. A pesar de todo eso, lo que sentimos en esa pantalla interior es molesto, no se va de la cabeza, no nos deja pensar en las cosas molonas que nos esperan en el futuro y que nos merecemos porque hemos hecho las cosas bien. Y este desajuste se presenta en forma de incomodidad. de cansancio, de falta de realización, o de vocación,. o de objetivos. Y también como desgana primero y luego enfermedad, física o mental, que en esto si que podemos y queremos hacer diferencias y poner etiquetas. Sensaciones que se aferran a nuestra conciencia y aparecen siempre, a pesar de lo mucho que hacemos.
Y por esto, fundamentalmente por esto, estamos todo el día haciendo cosas. Hacemos por el artículo 33, hacemos porque sí, hacemos porque me lo dice todo el mundo desde siempre, hacemos porque estás «así, precisamente porque no haces nada». Hacemos desde primera hora, hacemos más de una cosa al tiempo, que para eso tenemos un teléfono inteligente y somos multitarea. Hacemos unos de.manera ordenada y metódica, y otros a lo loco. Hacemos obligados, o convencidos de que es lo mejor. El caso es hacer.
El que no hace porque no le da la vida, se siente mal por su situación y además culpable porque le está fallando al sistema, al resto, por no hacer. Y en esta sociedad, el que no hace, no produce y si no se produce, no se crece y si no se crece, mal, muy mal. Del que no hace por convicción, mejor ni hablar. Es un proscrito.
Hacer cosas tiene muy buena prensa: el movimiento se demuestra andando, la inspiración te llega transpirando, a quien madruga Dios le ayuda, la energía ni se crea ni se elimina, sólo se transforma, todo eso y más nos dice la cultura popular. La conclusión es que haciendo, todo mejora, haciendo se producen cosas, la producción genera rendimientos, los rendimientos beneficios, los beneficios riqueza, la riqueza felicidad. ¿Y para que estamos aquí?, para ser felices, obvio.
Pues no. O no sólo. Estamos aquí para ser verdad, más que para ser felicidad.
En el documental de Netflix Game Changers, que sería muy bueno que todos los adolescentes (y jóvenes, y adultos, y viejos) vieran, para luego decidir qué hacer con nuestra alimentación de aquí en adelante, se le atribuye a Bruce Lee la siguiente reflexión: «la búsqueda de la verdad sólo es útil, si estás dispuesto a actuar según lo que descubres». Y la reflexión me gustó por lo de la verdad, por lo de la actuación y por la gran diferencia entre hacer y actuar.
Y la verdad, la de cada uno, es mucho más fácil encontrarla contemplando, que haciendo. Contemplar es ir al templo a hacer «nada», mirar hacia dentro, escuchar lo que esa pantalla interior transmite y no dejarse llevar por las narrativas que inevitablemente asociamos a ello. Contemplar se puede hacer en casa simplemente cerrando los ojos y parando todo por cinco minutos. o diez, o quince. Contemplar se puede hacer en un templo de la religión que sea, se puede hacer en grupo, con liturgia o sin ella, se puede hacer en el parque, en la montaña, o, como lo hacían los augures, mirando en el cielo el vuelo de los pájaros. Contemplar es una actividad que nadie nos podrá arrebatar, sea cual sea nuestra nuestra realidad material. Y de esa contemplación surge la verdad. Y cuando esta surja, es ahí cuando hay que actuar.
Y last but not least, la actuación es la última de las tres funciones del ser humano, junto con el reconocimiento y la aspiración. El proceso lógico sería primero reconocer qué es lo que va contigo, aspirar a ello y luego actuar para conseguirlo. Pero actuar no es simplemente hacer, actuar es hacer de forma sabia, si bien en nuestros días se confunden por la enorme importancia que le hemos dado a hacer para producir.
Al que está más dotado para la actuación se le denomina práctico. Pero un práctico no es simplemente aquel que encuentra la manera más corta para ir desde A hasta B. Eso es un más bien un cómodo, y su actuación puede ser muy práctica para él, y para otros muchos, pero no para el planeta, no para todos. Comer con conciencia es cero práctico, pero igual es la manera de arreglar los enormes problemas que tenemos, individual y colectivamente.
Y bueno, las lechugas de Galicia también son una motivación para cambiar la alimentación.
El fin de semana les cuento lo de González y sus esculturas, que eso sí que lo hicimos mientras estuvimos en Galicia.
Acaben bien agosto, sean buenos augures y contemplen, y ya verán que llegan buenos augurios. Y si no, al menos lo sabremos.
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