El miércoles hacía viento en Madrid, hemos pasado de los 40º a unos magníficos 25º, que permiten la vida al aire libre. Como siempre en Madrid, todo muy libre, salvo las urgencias y el metro. Sentado en una terraza mientras hablaba con mi padre por teléfono, de pronto me tocaron en el hombro izquierdo. Me di la vuelta y allí de pie, casi dentro del cilindro imaginario que se usa en baloncesto para defender al poste sin que sea falta, estaba José Luis. Me levanté de la silla como si me empujara un resorte, sorprendido por el encuentro y con mi padre contándome lo dramático del fin de semana anterior, en el que además de soportar el calor de Núñez de Balboa, había tenido que ver al Madrid de basket ganar la liga y que el Estudiantes no consiguiera el ascenso a ACB. O lo que es lo mismo, me estaba hablando de los temas importantes para nuestra tradición familiar, que siempre se ha construido muy bien alrededor del baloncesto, en lugar de hablar sobre nosotros, no fuera que nos encontráramos con sorpresas desagradables. El caso es que allí estaba mi padre en la línea, José Luis de pie y un servidor a punto de mostrar la mejor de sus sonrisas y de emitir ese tradicional «¿cómo estás, tío?».

Y yo que soy muy de abrazar, en ese momento no me salió, así que alargué mi mano mientras decía «¿cómo estás, tío?». Gané un poco de espacio en la terraza, al estilo de Moses Malone dentro de la zona en aquellos Sixers campeones del 83 y al llegar a la vertical comprobé que José Luis seguía siendo alto y que ya no le quedaba nada de pelo. Estaba delgado y un poco pálido. No ayudaba el color del polo que llevaba, de un amarillo como el de los libros de la colección «Panorama de narrativas» de Anagrama. Detrás había una mujer con los brazos cruzados y mirando hacia otro lado, que parecía estar con él y que aún más parecía no tener ninguna intención de saludar.

José Luis me respondió que «muy bien», añadiendo de manera innecesaria que me había visto ahí sentado y me había querido saludar. A él también se le notaba incómodo. Habían pasado pocos segundos y esa incomodidad iba en aumento. Al poco espacio físico, se añadía un cortocircuito en el programa, porque tras su respuesta escueta, mi cerebro binario masculino estaba esperando la presentación de rigor de su acompañante y me había predispuesto de forma automática para decir «encantado» y haber dado dos besos a la mujer. Pero no pasó, José Luis no me la presentó y mi mente quedó dando vueltas como la ruedita del Mac cuando abres demasiadas cosas a la vez, sin encontrar en el disco pregunta o comentario alguno que continuara con una mínima coherencia y cordialidad la conversación. Me había quedado en blanco.

José Luis había sido compañero de clase en primaria, en la época donde el colegio era sólo de chicos. A partir de nuestro sexto curso, por ley se estableció el carácter mixto obligatorio de la enseñanza pública, pero en el Ramiro comenzó el despliegue por primero de EGB, o ya en el instituto en primero de BUP, lo que hizo que termináramos la primaria sin haber compartido clases con ninguna niña. En aquella época José Luis era lo más femenino que teníamos en la clase; cantaba en el coro, tocaba algún instrumento, no jugaba a fútbol en el recreo y era ciertamente femenino en sus movimientos. Se hizo un nombre por haber sido parte de la promoción, dirección y reparto de la representación de «La Casa de Bernarda Alba», en la función de teatro en 8º de EGB. Sabíamos entonces que era homosexual, pero era un momento donde el sexo aún era poco relevante y en un entorno escolar donde la ausencia de chicas, hacía que no hubieran diferencias notables entre unos y otros. Era gay sin conocer ninguno la palabra gay y sin que la misma tuviera carga semántica de ningún tipo para nosotros. Ser un adolescente de 13 años homosexual a finales de 80 no era ni raro, ni lo contrario. Para nosotros era más llamativo que no jugara al fútbol, la verdad.

Tras su salida del colegio aquel año y hasta el pasado miércoles, había tenido otros dos encuentros más con Jose Luis. Uno a principios de los 90, cuando me tocó llamarlo para una reunión de antiguos compañeros estando ya en la facultad. Nos repartimos los números para organizar la quedada y cuando le llamé me atendió su abuela. Me dijo que José Luis no estaba y que no iba a poder asistir, porque ese fin de semana se ordenaba como sacerdote con los hermanos de San Juan de Dios. No recuerdo mi reacción, pero creo que aquello no me sorprendió demasiado.

Años despùés y tratando de organizar otra quedada con aquel grupo, volví a encontrarme con él, esta vez de manera virtual, como pasan ahora las cosas, a través de Facebook. Y en ese caso sí que hubo sorpresa, ya que José Luis tenía un perfil allí, cosa que me resultó llamativa siendo sacerdote. Pero en la descripción del mismo ya no aparecía como cura, sino como enfermero en el hospital de Alcalá de Henares. Y ya no era el chico gordito de nuestra época de colegio, sino un hombre fibroso, con barba, rapado y tatuado, con su foto de perfil coloreada con la bandera LGTB. Aquel día tampoco vino al evento y poco tiempo después desapareció de mis contactos.

La tercera vez fue el miércoles, en mi barrio, catorce años más tarde del contacto de FB y acompañado de una mujer que parecía su pareja.

Y con esos antecedentes que darían al menos para una miniserie en Netflix, yo voy y le pregunto un simple «¿cómo estás, tío?», sin más. Una pregunta que he usado y que han usado conmigo millones de veces, pero que no emito, ni por supuesto contesto nunca de forma directa y honesta. «¿Cómo estás?», esa muletilla que de manera sistemática deja fuera lo no visible, para pasar, en el mejor de los casos, a describir lo que acontece de mi (o de ti) hacia fuera. Ese «¿cómo estás?» que lleva implícita la respuesta vacía, ese «lo pregunto, pero no me lo cuentes», que nos satisface y tranquiliza, pero que añade una capa más a la coraza impermeable y políticamente correcta en la que nos hemos convertido. Ni el que pregunta quiere saber, ni el que responde desea mirar para comprobar cómo está de verdad.

Y José Luis desapareció calle arriba, de la mano de la mujer que no había hecho ni ademán de presentarme y yo me senté de nuevo.

Y desde entonces tengo a José Luis botando en mi mente. Ese «¿cómo estás, tío?» que le solté, si no fuera sólo una reacción automática de protocolo, representaría una muestra de interés por la salud del otro y una oportunidad para que ese otro chequee su estado y si lo considera oportuno, te lo cuente. Si esa honestidad le sucede al que pregunta y al que es preguntado y aunque luego no se de la conversación explícita, es casi seguro que ambos habremos hecho el trabajo. Porque tengo interés en saber cómo está José Luis, cómo lo habrá pasado, cómo habrá sido su viaje desde el niño que no juega al fútbol y sobre el que seguro ejercimos alguna forma de bullying, al joven que se ordena sacerdote y luego al gay que sale del armario y se reivindica, hasta el José Luis de hoy aparentemente heterosexual, que camina de la mano con su pareja.

Y es que la salud, la de José Luis y la de todos, es otro de los cuatro anhelos del ser humano, junto con la belleza, la sencillez y la integridad. La vida, en cualquiera de sus actividades, debería acercarse a ser siempre saludable. Que ni el amor, ni el trabajo, ni la crianza, ni la amistad, ni la sexualidad, ni la familia, ni el dinero, ni el poder, ni la política, nos empujen a perder la salud. La salud, incluida la no material, la espiritual, esa que no sale en las analíticas, pero que da por saco mucho más que el colesterol alto. Cuiden de esa también, por favor.

Pasen un magnífico domingo de verano. Yo por mi parte voy a llamar a José Luis, que acabo de conseguir su número. Y esta vez sí le voy a preguntar con intención consciente y no sólo por protocolo.

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