Lo que me tengo que contar es muy importante, quizá lo más importante que jamás me haya contado. Lo de menos es que sea yo el que me lo cuente, o al que le acontece esto que me voy a contar.

Primero porque es muy poco exclusivo, le pasa a todo el mundo. Y segundo porque eso llamado «yo», o conocido como «yo», es sólo una percepción consensuada por los sapiens que han interactuado conmigo a lo largo de todos estos años, unido a la manera de filtrar la realidad que me fue otorgada en su momento, más mis erráticos y normalmente infructuosos intentos de modificar dicha percepción, a través de tratar de ser gracioso en Twitter, e importante en Linkedin.

Momento aquel, por cierto, el de mi concepción, que técnicamente sucedió gracias a que mi madre vomitó la píldora anticonceptiva por culpa de dos Dry Martini y el hecho de que después, ella y mi padre eligieran echar un polvo.

Por tanto mi «yo» (en realidad como todos los «yoes»), era muy poco probable que comenzara a filtrar, ya que cuando fue concebido en aquella fría noche de febrero, el «yo» de mi hermano apenas tenía 5 meses, mis padres trabajaban ambos y no tenían planes de tener otro hijo pronto.

Me los imagino llegando a casa un viernes cualquiera con sus veintitantos años, bien entonados después de visitar Peláez, en Lagasca 62 y tomar cañas, luego bajar a Enbassy, en Ayala 2, donde caerían un par o tres de cócteles de champagne y acabar en Gitanillos, en Claudio Coello 46,  donde mi madre habría tomado (supuestamente) esos dos culpables Dry Martini y mi padre habría completado su performance con el clásico güisquito, o dos, o más.

Y desde entonces hasta hoy, se ha ido configurando el «yo» que me representa de forma habitual. En esencia, una narrativa encarnada en un cuerpo de humano, que la mayoría conoce en su versión más pública y que unos pocos conocemos con cierta profundidad, tampoco mucha.

Aquellos que no han tenido la mala o buena fortuna de encontrase conmigo por el camino, simplemente no saben que yo soy «yo», ni les importa.

Por tanto, soy un equipamiento biomecánico de sapiens, con una manera de filtrar conciencia determinada, que en muchas ondas de frecuencia y carga cultural coincide con tu «yo», lo cual posibilita maneras de comunicación entre nosotros. Compartir esas frecuencias y esa narrativa cultural nos da, como mínimo, un 60% de compatibilidad. Mayor de la que tenemos con otros equipamientos biomecánicos como los perros, con los que nuestra compatibilidad rondará el 40%, o con las hortensias, con las que elucubro que será del 2%.

A partir de ahí están los matices específicos de la manera de filtrar de cada uno y la gran dificultad de llegar a rangos altos, cercanos al 90% de compatibilidad, unido a la evidencia de que muchas veces es más sencillo empatar con las hortensias y los perros, que con los madridistas o los votantes de VOX.

Y es que lo que llamamos individualidad, se construye a lo largo de la existencia (propia y ajena). Y digo existencia y no digo vida, porque como decía la semana pasada, me gusta la idea de que nuestras movidas de filtrado de realidad no empiezan con el nacimiento, ni acaban con la muerte.

Y escrito esto, con algunos pensando que se me de estar atascando el filtro y otros ya comunicándose con su perro, a punto de darles un paseo y dejar de leer, ahora ya me puedo decir esa cosa tan importante con la que empecé el primer párrafo; que es que he descubierto mi propósito. ¡Fuck yeah!.

Sí, lo sé, sé que es cursi. Sé que está manoseado, que suena vacío y que mejor ponte a trabajar y déjate de pajas mentales, «José Luis».

De acuerdo con todo pero, al mismo tiempo, que maravilla que el martes por la tarde, caminando por el anillo verde a su paso por Montecarmelo (maravillosas las vistas hacia la M-40) y hablando por teléfono con Iris, encontrara mi propósito.

Ese eje central de mi particular filtrado de conciencia, encarnado en mi particular cuerpo de sapiens. Ese anhelado objetivo esencial de mi vida en este ciclo cósmico. Ese significado último que todo humano requiere para redondear las aristas de su vida. Ese motor que empuja mi existencia y que por no seguirlo de manera íntegra, sencilla, sana y bella, hace dos décadas y media me generó fallos en el procesador en forma de diabetes y que recientemente lo ha hecho en forma de dolor y rigidez de abductores por una cadera izquierda desgastada.

Y que peor que todo eso, que me ha generado fallos en el filtrado de conciencia, ensuciando el filtro con desasosiego, inseguridad, malos rollos, decepción, frustración, rabia e ira. Y que mi «yo», atrevido e ignorante, con el loable objetivo de combatir a los enemigos invisibles de todos los días sin haber reconocido mi propósito aún, ha bordeado siempre los límites de la esquizofrenia tratando de que pareciera que todo iba de puta madre.

Cuando la realidad íntima era que no, que no iba nada, nada bien.

Y el martes en mi paseo y tras colgar a Iris, regresé a aquella noche de febrero de principios de los 70, a ese caminar de la mano de mis padres por los garitos del barrio, al regustillo seco del Dry Martini, a la improbabilidad de mi existencia dados los impedimentos químicos y a la seguridad de que, aquello, se dió porque ellos en aquel instante vivían su propósito. Y bueno, a que luego echaron un polvo para certificarlo.

Porque el propósito, el de mis padres, el mío y creo que el de todos, no es más que eso: Ser.

Por ese motivo decía arriba que es muy poco exclusivo, que le pasa a todo bicho viviente del cosmos. Lo que sucede es que los humanos, con nuestro equipamiento extraordinario, torcemos mucho los renglones divinos, queremos ser más que nadie y no sabemos identificar lo que somos sin compararnos.

Y en mi caso, con esta individualidad que filtra conciencia ahora, es importante seguir siendo cada vez con menos adornos, cada vez un poquito más desnudo, un poquito más íntegro, con menos Twitter, menos Linkedin, con menos producción. Y con la claridad necesaria para reconocer que tanto las hortensias, como los perros, los madridistas y los de VOX, somos también Nosotros.

Pasen un sábado primaveral de fábula, un puente maravilloso si viven en Madrid y dejen los teléfonos en casa, que ya verán que se aclara el filtro.

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