Es un hecho, nos ha tocado existir, ser materia, en un momento y espacio de la historia influenciado por la figura de Cristo. Queramos o no, nuestra época cultural (en occidente) está vinculada a la que se montó después de que aquel niño naciera en Judea, hace casi 2022 años y a lo que sus seguidores, con el paso del tiempo, consiguieron organizar alrededor de lo que sus enseñanzas nos dejaron. Mención especial para aquel maravilloso director de expansión que fue Pablo de Tarso, hoy santo, que yendo por los pueblos del Mediterráneo y escribiendo 14 cartas a sus ciudadanos, consiguió un ROI universal, que dura dos milenios y que no tiene pinta de estar agotándose. Lean, o relean, por favor, El Reino, de Emmanuel Carrère, donde nos cuenta de manera magnífica la vida y obra epistolar, de este personaje de leyenda. Sin duda, mi apóstol favorito.
Y de entre todas las tradiciones cristianas, la más compartida es la Navidad, que conmemora el nacimiento de aquella criatura. La Navidad provoca sentimientos encontrados en muchos de nosotros. Para algunos es sólo una festividad religiosa, lo que resuena a supersticioso, poco racional, nada científico, cero moderno, anticuado, rancio, nacional-católico, en definitiva. Para otros es un gran circo del consumo material, vacío de contenido y entregado ahora a las compras online, las fiestas de mucho comer y beber y las resacas posteriores, que a cierta edad, comienzan a ser insoportables.
Pero la Navidad es sobre todo la celebración del solsticio de invierno, el momento justo posterior al día más corto del año, acompañado del nacimiento de un niño. Ya los egipcios celebraban celebraban su solsticio de invierno adorando al niño Horus, hijo de Isis y Osiris. No es casual que Jesús fuera a nacer justo en ese momento, ni tampoco lo es que a día de hoy, sigamos celebrando el nacimiento de un niño, al tiempo que el solsticio de invierno. Pónganse delante de un bebé, paren y reconozcan lo que sienten, los sentimientos que esa criatura que no habla, no camina erguido y no piensa, activan en su persona. Eso es el Amor, y eso es lo que se celebra en Navidad. Y sucede cada año, cada ciclo, porque la vida, el universo, el cosmos, son circulares y por tanto cíclicos. Y por eso siempre volvemos a tener la oportunidad de empezar de nuevo, de volver a nacer, de volver a amar y de volver a ser amados. Ese es el único objetivo y destino de la condición de humano. Y la Navidad viene en forma de niño, porque a los niños se les ama sin condiciones, sin importar lo que tuitean, el partido al que votan, o lo que opinan.
Y la Navidad comienza hoy, primer domingo de Adviento, que se escribe con mayúscula porque no lo usamos como nombre común, sino para referirnos al tiempo litúrgico de las iglesias cristianas. Advenir se compone de Ad (a, hacia) y del verbo venire (venir, llegar) y por tanto es un momento de encuentro, de ir hacia algo que, a su vez, viene. Y ese algo que viene es el niño que somos, la potencialidad de volver a empezar, de corregir los errores, de perdonar, de Amar. Y el encuentro sólo se produce si, además de esperar a que venga, vamos nosotros hacia ello, si nos preparamos.
El tiempo de Adviento nos da cuatro semanas para prepararnos para ese día, para ese encuentro con una nueva oportunidad, con un nuevo ciclo, con la posibilidad de empezar de nuevo. Cuatro semanas que coinciden con las cuatro capas del ser humano: cuerpo, organismo, alma y espíritu.
Esta semana es el momento de preparar el cuerpo, tanto interior como exterior. El cuerpo interior es lo que nos sostiene, es nuestra estructura básica de personalidad, son nuestros hábitos. El exterior es lo que todos conocemos como cuerpo, sin más. Y ambos se pueden preparar para la Navidad de manera similar. Liberemos al cuerpo de esos hábitos que sabemos que no son correctos, que son dañinos, que no son necesarios, que no nos agradan y que, debido a la fuerza y pesadez de los mismos, nos parecen imposibles de modelar, de cambiar.
En lo exterior podemos comer menos, ayunar un poco, suprimamos las cenas o los desayunos de esta semana, eliminemos los alimentos que inflamen, no ingeramos azúcar, ni bebamos mucho alcohol. O al menos hagámoslo de manera consciente, no como hábito, no como inercia de la interacción social o la.desazón individual. Y eso vale también para el cuerpo interior. No saltemos con aquello que nos indigna, o hagámoslo una de cada dos veces, no nos enfademos por defecto con lo de siempre, no reaccionemos. Paremos unos segundos, callemos, no escribamos en Twitter, desconectemos los avisos del móvil, sustituyamos un Zoom por una reunión presencial, perdámonos cosas, no estemos al día. Es momento de vaciar, de soltar lastres inservibles y pesados, de ir ligero.
Para recordar el Adviento, en las comunidades tirolesas de principios del siglo XX, colocaban un muñeco bebé en una cuna y lo ponían en una de las habitaciones de la casa. El objetivo de la familia era no despertar a ese niño, ser delicado y respetuoso con él, como requiere una vida tan frágil. Durante las cuatro semanas previas a la Navidad, al pasar por esa habitación, había que guardar silencio y ser muy cuidadoso. Hoy ponemos una corona con cuatro velas y las vamos encendiendo a medida que pasan las semanas hasta que llega la Navidad. En Egipto le hicieron un gran templo a Horus, e iban a adorar allí al niño divino.
El símbolo cambia, pero la esencia es siempre la misma, una llamada de atención para que no olvidemos al niño que somos todos, principio y fin de nuestra existencia como humanos y representante del Amor.
Pasen un buen primer domingo de Adviento, enciendan una vela que les recuerde que todo puede volver a empezar, pero que para ser niño de nuevo, hay que limpiar el cuerpo, tanto por fuera como por dentro. Y amen, sobre todo, amen.
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