Llevo semanas empezando posts inconclusos. He escrito sobre los matices, sobre las relaciones de amistad que duran cuarenta y dos años, sobre los juegos olímpicos, sobre los telos, sobre la magnifica manera de contar que atesora Jabois y sobre ser del Estudiantes, pero no consigo terminar ninguno. Es posible que me haya doblegado el amago de calor que empezó a hacer en Julio, o que no encuentre motivación para cerrar los escritos. Es seguro que no me gusta del todo cómo estaban quedando y que he perdido el ritmo de publicación semanal, habitualmente empujado por la agenda que impone la gran ciudad y sus rutinas. He asumido que esto pasa, que no soy perfecto, que no siempre cumplo, que querer no es poder y que es mejor aceptarlo y esperar a ver qué pasa. Y han pasado dos cosas, la primera que anoche me escribió mi amigo Pablo D. Álvarez y me preguntó si estaba de vacaciones lejos de las teclas y la segunda que el martes murió Zeta. Y ambos son motivos suficientes para acabar de cerrar un post.
Como Fito Páez, yo no pertenezco a ningún ismo, prefiero la actividad al activismo, la masculinidad al machismo y la sociedad al socialismo (sobre todo al actual). Por ese motivo, es probable que me signifique poco y que no me posicione en determinados temas de tuitera importancia. Me gusta como juega al baloncesto Laura Gil, como escribe Pedro Mairal y me apasionan los mejillones en escabeche de las Rías Baixas, datos desconectados que no ofrecen demasiadas pistas sobre qué tipo de ista podría ser yo.
Pero hoy me voy a posicionar, me voy a polarizar, me voy a decantar y me voy a declarar animalista. Siempre me gustaron los animales y la naturaleza, pero la tradición que mamé era más amiga de los bares que de los montes. Así que Gitanillos, Peláez y Jurucha, ganaban siempre a la Pedriza, la Peñota o Siete Picos. El único animal del que fuimos dueños en mi casa fue un caballo, Tirombaço. Eso sí, era de carreras y alguna que otra ganó en aquel hipódromo de la Zarzuela de los años ochenta. Mi padre era socio de una cuadra con un sólo caballo y compartía aquella afición, no por su amor a los corceles, sino porque los amigos con los que iba a las carreras, eran los mismos que los de Peláez. En casa, la naturaleza la veíamos muy de lejos, o directamente en la tele. Yo nunca fuí al campo con mis padres, no teníamos pueblo al que volver los fines de semana y el baloncesto y la ciudad ocupaban todas nuestras horas extraescolares y de ocio. Nunca fuimos de vacaciones a lugar que no tuviera playa y un chiringuito a menos de cien metros. Y por si esto no fuera suficiente, o quizá precisamente por esa aversión familiar a la naturaleza, mi hermano ha tenido siempre una alergia intratable al pelo de los animales, lo que hizo inviable la entrada en casa de ninguno, así como la de mi hermano en cualquier ámbito dominado por ellos.
Luego, ya de adulto, a la naturaleza me han acercado sólo el amor y las crisis. Por amor me fui de camping por primera vez, dormí en la playa una semana seguida, hice rutas de senderismo muy por encima de mis posibilidades y conseguí diferenciar cinco o seis especies de árboles. Y por las crisis de la mediana edad, de mi divorcio y de la muerte de mi madre, todas en el plazo de un año, entró Zeta en nuestras vidas. Ella era una springer spaniel negra y blanca monísima, que nos regalaron unos amigos.
Zeta se llamó así porque era la última que había llegado y porque mi nombre y el de mi madre llevan esa letra. Zeta era alegre, pesada, cariñosa, activa, cercana, leal, glotona, ansiosa y sonreía más que muchos humanos. Sí, sonreía cuando estaba contenta, enseñando los dientes. Hasta el punto que si no la conocías, pensabas que los enseñaba por lo contrario. Pero no, Zeta sonreía de alegría por verte entrar por la puerta de casa, por verte entrar por la puerta del salón, por verte, por estar contigo y que tú estuvieras con ella. Como tantos perros, ella pensaba que era humana y que debía sentarse a la mesa con nosotros, o compartir sofá a la hora de la siesta, o cama en las noches de invierno. Zeta murió el martes pasado, aparentemente de una hiperglucemia, o eso es lo que nos dijo el veterinario. Porque Zeta, además, era diabética..
Pero no sólo por Zeta me declaro hoy animalista. También por ser yo, ser nosotros los humanos, animales. Y por tanto por sabernos dentro de la Naturaleza. Ser animal es una parte fundamental y muy necesaria de nuestra realidad y ayuda mucho a entendernos los unos con los otros (a pesar de Twitter) y a entendernos todos con el planeta. Ser animal es tocarse, acariciarse, chuparse, comunicarse sin palabras, ser animal es calentar al de mi especie y respetar al de la de enfrente, ser animal es no cuestionar los ciclos de la vida, no estar por encima de ella, no argumentar los porqués, no engrandecer los hechos, sino sólo vivirlos en su justa medida. Ser animal es reconocer con los instintos, aspirar mediante las emociones y actuar con la conducta. Todo ello antes de pensar, como hacemos los humanos. Ser animal es cuidarnos y cuidar, ser animal es vivir.
Pasen una bonita y animal semana de agosto. Zeta descansa en paz.
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