El lenguaje se utiliza para etiquetar las cosas que compartimos en el universo conocido. Miles de años atrás, los individuos de nuestra especie comenzaron a clasificar su realidad compartida, a través de sonidos que asignaban a las diferentes vivencias que experimentaban. Así, el lugar a cubierto entre las rocas que les servía para dormir y no pasar frío, tendría un sonido asignado, el frío mismo se nombraría de alguna manera diferente al calor, al igual que la diferencia entre la noche y el día. El animal grande que se comían después de cazarlo, tendría otro diferente, la luz que quemaba la piel si la tocabas y que se encendía golpeando dos piedras, tendría el suyo, la forma blanca redonda que se veía en el cielo sólo por la noche, tendría otro y así sucesivamente con todas las experiencias compartidas. El mundo exterior era coincidente con la naturaleza: con la naturaleza del planeta (clima,, minerales, vegetales, etc…), y con la naturaleza del propio ser humano, con sus necesidades de beber, comer e interactuar. Ambas realidades, la macro y la micro, eran (y son) empujadas por sus respectivos arquetipos. El del cosmos, que es una cosa en constante movimiento y expansión y el del Sapiens como especie, que incluía la reproducción y supervivencia de la misma y la convivencia con otras especies, o con diferentes tribus de la suya misma. Si esto era así, asumo que sus mundos interiores serían iguales a los nuestros, con sus sueños, sus pensamientos, sus emociones, sus llantos, su amor, su búsqueda del sentido. Lo que sucede es que había menos capas entre la naturaleza misma y su naturaleza como individuos. El acceso a su esencia era más directo y estaba menos interferido.
Aquello se fue sofisticando y evolucionando hacia nuevas formas de expresión. La capacidad creadora de los humanos empujaba sus mentes y ese empuje hacía que creciera la realidad y por tanto también las formas de expresar y compartir dicha realidad. El proceso debía de ser algo así. Experimento algo nuevo. Como es nuevo, no tiene nombre. Al no tenerlo, trato de contar la experiencia con el universo de sonidos y gestos conocidos. Los de mi tribu no me hacen demasiado caso y lo dejo por imposible, hasta que un día sucede de nuevo la experiencia y esta vez está junto a mi otro de la tribu. Siendo dos la cosa gana en credibilidad. Si el otro es además uno de los viejos sabios, o uno de los que mandan, la «cosa» será mucho más creíble. Entre todos asignaremos unos sonidos a esa experiencia y la tribu empezará a compartirlo cada vez que esa realidad se presente de nuevo. Con el tiempo, la experiencia recién nombrada será asumida por todos y enseñada a las siguientes generaciones, como parte del universo codificado.
La naturaleza es una cosa muy rica y los Sapiens una especie divina, con altas capacidades que se dice ahora. En concreto con una que el resto de especies no posee. Nosotros tenemos conciencia de aquello de lo que somos conscientes. Somos por tanto, meta conscientes. Un perro tiene hambre, pero no es consciente de ese pensamiento, no puede convertir el pensamiento en objeto. Simplemente tiene hambre y come lo que encuentra en su camino. Nosotros tenemos hambre y no comemos porque estamos haciendo fasting, que está de moda en USA y que dicen en las redes que es bueno para la salud. El caso es que podemos sublimar nuestro hambre por un bien superior, sólo falta acertar y que la sublimación sea la correcta para el bienestar del individuo que la realiza.
Las nuevas experiencias por tanto, empujan el crecimiento de las mentes individuales y éste a su vez amplía el campo de la propia investigación, convirtiendo la evolución en una carrera eterna por tratar de cerrar el círculo de la realidad experimentable compartida. Con la paradoja de que, cuanto más sabemos, más dotados estamos para continuar aprendiendo y más ilimitado parece el campo del saber. Es como si cuanto más ampliamos la mente, más grande se hace el campo de estudio de la misma y más inabarcable parece. Y la clave de este párrafo está precisamente en la frase «tratar de cerrar el círculo», y en concreto en la palabra círculo, que nos inventamos para etiquetar esa forma que no tiene principio ni fin, que tiene la misma distancia desde cualquier punto de su perímetro hasta su centro y que se encuentra en las formas más grandes y más pequeñas de la naturaleza conocida. Pero a esto volveré al final.
Y así estamos en 2021, porque aunque nos pensamos muy avanzados, seguimos esencialmente reproduciendo el mismo mecanismo de aprendizaje de aquellos que nos precedieron y continuamos asignando etiquetas a las nuevas experiencias que nos acontecen. La diferencia es que ahora, para validar a nivel grupal dichas experiencias, en lugar de conseguir que lo experimente al mismo tiempo el viejo sabio de la tribu, tienes que conseguir que te lo publique la revista Science, o en su defecto, que tenga millones de reproducciones en Youtube.
Es cierto que la cosa ha avanzado mucho en los últimos dos siglos y medio, y que el desarrollo de las mentes individuales, del lenguaje para las diferentes experiencias y de la riqueza de la cultura (que no es otra cosa que el cultivo de la naturaleza, para hacerla más transitable), han posibilitado un gran auge de la tecnología, que a su vez ha provocado avanzar enormemente a la propia ciencia. Lo que sucede es que toda esa ciencia y tecnología, se aplican al mundo exterior, el de la materia, el de las cosas que se pueden contar, medir y pesar. Ya sea en sus formas más pequeñas, pertenecientes a la física de partículas y su teoría general, o bien a las cosas muy grandes, las del cosmos los y sus fuerzas gravitatorias.
Pero, qué pasa con aquellas experiencias que aún siendo compartidas, e incluso habiendo inventado etiquetas para nombrarlas, no se pueden «validar» con las fórmulas de las ciencias de nuestro tiempo. Qué pasa con el amor, la pasión, Dios, el dolor, los malos rollos, la angustia, la ansiedad, el miedo, la emoción, la alegría. Qué pasa con todo lo que no se ve.
Pues pasa que se enfoca mal, que se encara sólo como actividad electroquímica de ese órgano que llamamos cerebro, o que simplemente se ignora descaradamente. Pasa que seguimos pensando que lo que nos pasa por dentro son cosas nuestras, nuestros rollos, que no podemos compartirlos porque no caben en el paradigma, o porque estamos tan bombardeados por estímulos externos (esas interferencias creadas por la cultura), que ni reconocemos que nos suceden. Pasa que cuando los reconocemos, ya es demasiado tarde y estamos hechos mierda y tenemos una enfernedad mental o una psicofísica. Pasa que seguimos sin hablar de manera franca a nuestros hijos adolescentes acerca del amor, o del sexo. Pasa que no entendemos cómo a los cuarenta, con una situación aparentemente satisfactoria y habiendo hecho todo lo que se nos suponía, no encontramos sentido a nuestras vidas. Pasa que, aún reconociéndolo, reprimimos nuestro impulso primario esencial (el arquetipo) , porque genera conflicto al chocar con la realidad establecida, esa que dice como «son» las cosas y que si no te adaptas a ellas, serás un infeliz. Pasa que se elimina la opción de no ser feliz y poder disfrutarlo y aprender de ello. Y pasa que dejamos que sean los medios, con su lenguaje, su frecuencia y que sólo hacen referencia a los universos conocidos estandarizados, quienes nos lo cuenten.
Y sobre todo pasa que no nos damos cuenta de que no somos diferentes a nuestros antepasados de las cuevas, el fuego, los leones, la luna y la tribu. Y que además de no serlo, nos hemos creado infinitas capas de interferencias culturales, asentadas entre entre la naturaleza y nosotros. Y pasa que eso nos ha hecho ganar en tecnologías increíbles que nos facilitan la vida, pero nos ha hecho perder en la conexión con lo interior, con lo invisible, lo inmaterial y también con la propia naturaleza humana (con ser más humanos). Y pasa que hoy sabemos que se puede conectar de nuevo, que basta con apagar todo y apagarnos nosotros de manera consciente un rato cada día. Aprender a ser conscientes de limitar la incesante consciencia del mundo exterior.
Arriba escribía sobre cerrar el círculo del conocimiento de la realidad. Creo que nos queda mucho para eso. La teoría de la física denominada M (que viene de la teoría de cuerdas), dice que lo que Es tiene forma de membrana con diez dimensiones. Y que las vibraciones de las distintas dimensiones de la membrana, en sus múltiples combinaciones, son lo que percibimos en nuestra realidad. De las diez dimensiones sólo conocemos tres, que son con las que hemos construido las leyes naturales de la gravitación y de la física de partículas, Pero aún quedan siete dimensiones por descubrir, por nombrar, por publicar en la revista Science y por poner en un video viral en Youtube. Y estoy seguro de que cuando las descubramos, si es que eso sucede, en ellas hallaremos la explicación empírica para el amor, la emoción, la empatía, la tristeza y quizá el origen de todo. O quizá cuando lleguemos allí, dentro de miles de años, descubriremos que esa membrana además tiene forma de círculo y por tanto no se le puede buscar ni el principio, ni el fin y que tenemos que vivir con el misterio por el resto de los días.
Así que pasen un primer domingo de junio redondo, sin tratar de explicarlo, ni etiquetarlo, simplemente siendo.
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