Poseemos un sistema de vida poco saludable. Y esto no es una novedad, el análisis lo ha realizado mucha gente, conocida y anónima, desde múltiples puntos de vista y desde hace décadas.
Nos alimentamos mal, no prevenimos las enfermedades cuando tenemos de sobra el conocimiento para hacerlo, hemos desconectado la mente del cuerpo y hemos llenado la primera de contenidos inservibles y el segundo directamente de veneno. El exterior nos inunda con sus estímulos, que convergen casi siempre en comprar algo en Amazon, o en vivir a crédito. Nuestro interior es un misterio del que desconfiamos profundamente y que hasta que no llega el día en que algo va mal de verdad, no reconocemos que existe. Dormimos mal, nos medicamos mucho (mucho), vivimos recordando el pasado o esperando el futuro, nos movemos dirigidos casi exclusivamente por lo material, hacemos esfuerzos para conseguir cosas que no paramos a chequear si las necesitamos de verdad, obviamos el mal que nos hacemos a nosotros y al resto y reproducimos además todo esto, para las generaciones que nos siguen, sin acertar a corregir unos grados el rumbo. Una delicia.
Este sistema enfermo condiciona el desarrollo individual, colectivo y medioambiental. La existencia para un Sapiens es compleja y su desarrollo mucho más lento que el de cualquier otro mamífero. Esto es porque ese prodigio de órgano que llamamos cerebro, hasta los 24 años no está del todo cocido, tiempos en los que coinciden la neurociencia más avanzada y las tradiciones milenarias. A este lento proceso (los terneros consiguen ser adultos en dos años) natural de desarrollo del humano, le añadimos que hoy llenamos una gran parte de esos 24 años con contenidos inservibles y hábitos incorrectos, que como consecuencia no deseada tienen la disolución, desconfianza y descreimiento de lo esencialmente humano. Y lo humano, el equipamiento que traemos de serie la especie más desarrollada del cosmos, incluye todo lo esencial de los otros niveles: el animal que proporciona el movimiento, el vegetal que otorga la vida y el mineral que aporta la materia y la estructura para que los otros tres existan.
Pero en la actualidad, en la modernidad, nuestro sistema se encarga de despojarnos de eso esencialmente humano, en aras de una fe ciega en el llamado progreso. Y el resultado es que sabemos mucho de todo, pero nada de nosotros mismos y del prodigio que somos. Y llega un momento en el que, unos pocos por convicción y otros muchos por desesperación, intuimos que algo no va bien, que esto no debe ser lo que Es.
Y responder de manera sabia ante este desafío no es una tarea sencilla, ya que son múltiples los niveles sobre los que hay que reconocer la problemática, aspirar a enderezarla y actuar correctamente para conseguirlo. La economía, la academia y la política, esos tres grandes ejes espirituales de la modernidad, no está claro que estén ocupando cada una el lugar que les corresponde. Y nosotros, ciudadanos rasos, e incluyo en esta categoría a ricos y pobres, negros, marrones, amarillos y blancos, niños, jóvenes, mayores y viejos, mujeres y hombres, populares y anónimos, con perfiles de redes sociales o sin ellos, transitamos de manera errática esta existencia, surfeando con tino dispar las olas que a cada cual nos llegan.
Hay multitud de ejemplos sobre esto, pero utilizaré un tema muy conocido y que afecta al 100% de la población, el sufrimiento. Primero porque está muy de moda con este virus y el circo que hemos construido a su vera y segundo porque se merece un lugar mucho más importante y agradecido en nuestras vidas.
Este virus infecta a muchos individuos y mata a algunos de ellos. La muerte suele ser en nuestras sociedades un tema privado y casi tabú. Cuando muere alguien conocido, pero sin relación directa con nosotros, uno como máximo va al funeral, le da el pésame al familiar que le conectaba con el suceso y después se va a casa a cenar y seguir con lo suyo. La muerte, de la que tanto hablamos, leemos y escuchamos desde hace un año, tradicionalmente la hemos vivido como si no fuera parte de la vida, salvo que nos tocara muy cerca, salvo que el muerto fuera nuestro. Me atrevo a decir que incluso siendo nuestro, la muerte sólo nos ocupa de manera profunda si va acompañada de sufrimiento.
El sufrimiento, como dice el budismo, es inherente a la existencia, forma parte de la vida. Pero los modernos occidentales lo hemos convertido en una eventualidad que no nos corresponde, en un tipo de situación que no merecemos, en algo que es evitable y que hay que luchar para erradicar. Esta ilusión provoca dos tipologías de este fenómeno: el sufrimiento operativo, ese que nos incomoda por no poder seguir haciendo esas cosas tan importantes que hacemos cada día (llevar a los niños al colegio, reunirnos en videoconferencias, pagar facturas, comprar los nuevos Airpods con cancelación de ruido, ver series, tomar cervezas, levantar proyectos, discutir en redes sociales, criticar al otro y tener razón, hacer crossfit, meditar, etc…). Y luego el sufrimiento existencial, ese que de alguna manera da sentido a la vida de muchas personas en determinados momentos (o para siempre) y que es irrefutable, absoluto, no discutible y que nos carga de razón por el poso negro que transporta. Ese es el sufrimiento de los que les va todo fatal, todos tenemos algún amigo así, o hemos vivido algún momento de esos en nuestras vidas. Esa actitud vital, además es foco de atracción de sufrimiento extra para el que lo vive y los que le rodean.
A estas dos tipologías de sufrimiento se le añade el tema de la distancia con él, ya que el sufrimiento lejano es mucho más llevadero que el del vecino del quinto. No lo tengo presente todos los días, no lo tengo que aguantar yo, puedo mirar a otro lado sin demasiado esfuerzo y basta con poner cara de circunstancias, cada vez que alguien lo nombra. Si reconociéramos a la muerte de verdad como lo que es, en lugar de mirar a otro lado, haríamos lo posible para mejorar las condiciones de muerte de los seres humanos, le daríamos un lugar a la altura de la propia vida en nuestro imaginario y trataríamos a todos los muertos del universo por igual, por el simple hecho de ser de los nuestros.
Pero ahora el sufrimiento y la muerte por este virus están muy cerca debido al foco mediático. Lo sentimos entre nosotros, está en la portada del periódico digital, en el hilo del tuitero, en el documental de Netflix, en los pisos en venta de Idealista, hasta hace poco propiedad de abuelos, muertos recientemente. Y no sabemos como manejarlo, nos resulta incómodo y nos da miedo, porque cuando éramos pequeños, y cuando nuestros hijos han sido pequeños igual, nadie nos enseñó que el sufrimiento es parte de la vida, igual que el amor, igual que la conexión con la naturaleza, que la necesidad de respirar aire no contaminado, de comer alimentos de verdad, beber mucha agua y de juntarnos con otros de nuestra especie para tocarnos, abrazarnos y besarnos.
Algo estamos haciendo mal por tratar de no sufrir. Así que arriba ese espíritu, a sufrir cuando toque, a desaprender lo aprendido inservible y a volver a lo esencialmente humano, porque nada es permanente y este sufrimiento también pasará.
Pasen un buen domingo.
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