Silencio de radio

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En algún momento de la segunda mitad de los 80, encendí por primera vez la radio. En casa de mis padres no era costumbre y yo comencé a escuchar los programas de la noche de Antena 3, porque en aquella adolescencia mía, no dormía con facilidad. Recuerdo a José Mº García, seguido de Carlos Pumares y a la mañana siguiente, al estar el dial siempre en el mismo lugar, despertarme escuchando a Antonio Herrero en El Primero de la mañana. Esa cadena de radio me gustaba, los fines de semana contaba con el gran Andrés Montes, que ya entonces ponía motes a los jugadores del «liga» (así llamábamos al equipo ACB) del Estudiantes y los sábados de madrugada con unos jovencísimos Gomaespuma. De noche la escuchaba con auriculares para no despertar a mi hermano y de día compartía radio con mi madre, que recibió esa afición de buen grado. Desde ese momento mi vida en casa, siempre ha estado acompañada de un transistor

Ayer desayunaba en la terraza del hotel Rasdisson de la calle Huertas con mi amigo José, al que en 2001 conocí como un tipo carismático que llegó por la oficina en la que yo trabajaba, que luego fue mi jefe, más tarde la persona que me despidió, al poco tiempo el cliente al que le vendí un negocio y con el que compartí grandes momentos de la década del 2000, incluída una memorable conversación, de cubículo a cubículo, en los baños de la FNAC de la Plaza de Cataluña de Barcelona, de la que aún se acuerdan las paredes del edificio.

Mientras comentábamos acerca de la pandemia, de lo loco que es desayunar en una terraza a día 30 de enero, de los planes personales, de los cambios de hábitos, de sus hijos, de las mías, de su pareja, la mía, de la alimentación correcta y de la meditación, él recibió una llamada. Era la mujer de uno de sus mejores amigos (al que yo conocía también), comunicándole que este había fallecido a los 59 años en el hospital esa misma mañana. Llevaba dos años peleando con un tumor cerebral y hace un par de semanas se había desvanecido en su casa. Habiendo dado sus hijos positivo por Covid unos días antes, él y su mujer decidieron ir directamente al hospital y no esperar a la PCR que tenía citada para el día siguiente al desvanecimiento. Tras ingresar estuvo un par de días consciente y también dió positivo por el virus. A los cuatro días ya estaba con neumonía e intubado, el viernes de la semana pasada fué la última vez que José pudo hablar con él. Ayer sábado murió.

La noticia era esperada, pero la muerte, esperada o no, es una sensación siempre numinosa. La muerte produce un instante de silencio cósmico, como si se pararan el tiempo y el espacio y el sonido dejara de ser tal cosa, como si de pronto nos juntáramos con el todo y con todos. El reconocimiento de la muerte de un afín, lo sentimos como una implosión de nuestro ser, como una comunión con lo interior, con lo invisible, con lo inexplicable. Y la cara de José, la mía, nuestra mesa, el desayuno, nuestra conversación, desapareció por unos segundos y flotamos en otra instancia. Décimas de segundo que duraron nada, porque enseguida salió nuestro yo al rescate, para pensar en los planes, las llamadas, la organización de lo exterior, para acomodarnos a ese momento de pérdida y no sentir mucho el dolor. La muerte es así de potente, no importa dónde o con quien estés, cuando escuchas que alguien con quien compartes o has compartido algo, ha muerto, nos envuelve por unos instantes la propia vida, con su luz, para enseñarnos que con el fin de la misma, no se acaba todo.

Así que allí dejé a José, listo para emprender un sinfín de tareas relacionadas con la muerte de su amigo y me puse a caminar sin destino por el barrio de las Letras. Llegué hasta Callao y entré en FNAC, quizá rememorando aquel glorioso día con José en Barcelona. Miré auriculares con cancelación de sonido para mis meditaciones y luego me entretuve en la sección de libros. Seguía masticando el momento que habíamos vivido en el desayuno y sentía una extraña calma y sosiego. Algo había sucedido y estaba dejándome empapar por ello. Elegí un libro y me senté en una terraza a la vuelta de Callao. Al rato entré en La Central y seguí mi búsqueda. No sabía qué buscaba, pero un algo interior me empujó hasta que lo encontré. Allí estaba el libro «Biografía del silencio» de Pablo d´Ors, escritor, sacerdote y teólogo español. Nunca había escuchado hablar del autor y mientras ojeaba un volumen de «Freedom from the Known» de Krishnamurti, topé con él y cautivado por el título, su pequeño tamaño y el texto de la contratapa (parte de él está arriba en la foto), me lo llevé. Son sólo cien páginas que contienen un ensayo sobre la meditación.

Por la tarde me senté en casa y lo leí, sintiendo emoción por la capacidad del autor para definir muchas de las cosas que ocurren al meditar y de alguna manera sintiendo aún lo que había vivido en el desayuno con José. Porque el libro de d´Ors va sobre el silencio, la quietud, la nada y lo bien que nos hacen estas cosas para descifrar quiénes somos, o mejor dicho, quiénes no somos. Para despojarnos de nuestras narrativas, para aliviar la carrera hacia ningún lugar que son la mayoría de nuestras vidas exteriores. Y cada página me transportaba más profundo a ese instante donde la burbuja numinosa de la muerte nos acoge y nuestro yo desaparece de manera definitiva. Y no sentía nada de miedo entre tanto silencio.

Y es que el silencio, el de nuestros pensamientos y también el de la radio que yo me acostumbré a escuchar desde mi adolescencia, es fundamental para poder reconocer lo que somos. Y cito a d´Ors en uno de los pasajes de su magnífico libro, que dice así:

«El silencio es una llamada, pero no una llamada personal -como decimos los cristianos que hemos sentido haber sido elegidos para una singular vocación-, sino una llamada puramente impersonal: el imperativo a entrar no se sabe dónde, la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial, en la creencia de que desnudos nos encontraremos mejor a nosotros mismos».

Descansa en paz nuestro amigo, mucha fuerza José, la familia y amigos de él. Y el resto pasemos buena noche de domingo y comencemos en silencio el mes de febrero.

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