He visto en Twitter que Martín Varsavsky y su familia se han mudado a Berlín, hasta que haya una vacuna para el SARS-Cov-2 (o lo que sea) y lo explicaba en un hilo, alegando las diversas razones por las que han tomado esa decisión, que si las factorizamos, como hacen los científicos de datos, se pueden reducir a una sola, miedo. Explica que en Alemania se van a sentir más seguros de no enfermar por el virus, pero me temo que su problema, que es el de muchos, no se va a resolver cambiando de geografía. Y es que es comprensible, Martín está acojonado porque los únicos inputs que recibimos son terribles, ya sean por motivos de salud, de dinero, de gestión de unos, de gestión de otros, de comparativa entre países, o simplemente de los comentarios de tus vecinos, o del vendedor de souvenirs del puesto de la isla de La Toja.

Y es que hoy ser optimista te convierte en un ignorante, dar un abrazo en un inconsciente y no llevar mascarilla en un desconsiderado egoísta, salvo si estás sentado a 50cm de otro ser humano en una terraza, que ahí sí vale no llevarla. Criticar te hace ser sospechoso y pensar que todo esto es muy raro, te transmuta en negacionista o conspiranoico. Tener opinión dispar es hoy un complicado envite, pero como bien decía mi madre, sin ofender a nadie hijo, pero tú di lo que creas correcto. Así que ya que este es mi blog, allá voy.

Mis problemas son cuatro; la poca conexión, la nula compasión, la mucha presencia del yo y el uso errático de los supramedios por un buen número de ciudadanos, entre los que me incluyo. Bien sea como consumidores, o bien como co-autores, hay que chequear nuestro uso de Google, Facebook y Twitter, que en sí mismos no son ni buenos ni malos, pero que conviven con nosotros como una actividad tan habitual como lavarse los dientes, que ganan mucho dinero con los contenidos que alimentan los debates en la población y que además han conseguido estar por encima de todo y que nadie legisle sobre ellos. Son los jueces de lo que es apto, de lo que es fake y además se forran en ese proceso. A diferencia de los medios convencionales, los supramedios no tienen dependencias económicas de los bancos, poseen un modelo de negocio rentable (al menos desde la perspectiva del valor en bolsa) y en algún caso, más cash que que muchos países. Del alcance en audiencia mejor no hablar y lo más sorprendente es que se han posicionado como simples contenedores sin línea editorial, ni posicionamiento político, ni ideológico. Se venden como un prístino reflejo de nosotros en lo digital, pero olvidan contar que al final de cada día, tras esas peleas de los de Casado contra los de Sánchez, los de Trump contra los de Biden, los de Gates contra los de Miguel Bosé, de los responsables contra los que no lo son, de los cincuentones contra los veinteañeros, sus ingresos no los reparten con todos nosotros (salvo si eres youtuber de éxito), ni con nuestros pequeños proyectos altruistas que mejoran el barrio, sino que alimentan sus cuentas, el valor de sus acciones y sus proyectos filantrópicos, que para eso son corporaciones privadas. Y además de sus famosos algoritmos, poseen equipos de miles de personas que revisan las red flags que esos algoritmos levantan y en última instancia son personas como usted y como yo, con el manual de moralidad de cada corporación, quienes dejan o bajan una noticia, un vídeo, el pezón de su mujer, su madre, o su hermana, o una web entera sobre las propiedades del aloe vera, todo siempre bajo criterios supuestamente bien intencionados, científicos y éticos. ¡Ja! Perdón que me descojone.

Pero como el tema de los supramedios no lo voy a poder solucionar así en una sentada, me voy a referir hoy a los otros tres; la conexión, la compasión y la excesiva presencia del yo en nuestros ecosistemas. Y para no ofender a nadie, voy a seguir hablando de ellas en primera persona.

Conexión. Mis hijas me dicen que ellas están conectadas. pero yo les insisto en que no me refiero a internet. Y si les pregunto qué es estar conectado, me responden que pensar. Si continúo y digo pensar en qué, ya no responden y me llaman pesado, con razón. Yo les digo que sí, que es pensar, pero sobre todo pensar y saber que (sin tilde) estás pensando, comer y saber que estás comiendo, mirar y ser consciente de lo que estás mirando, hablar y estar sólo con quién lo están haciendo. Estar conectado es estar en cada cosa que pasa y al mismo tiempo no estar en otras cosas. incluido el móvil. Y les aviso que pensar está muy bien, pero que normalmente nuestras mentes salen corriendo detrás de nuestros pensamientos y ahí dejamos de ser conscientes, de estar conectados. Y que si tienes buenos argumentistas en tu cabecita, estas historias que narran tus pensamientos son imperdibles para tu mente y te absorben de forma magnífica. Pero eso tiene dos problemas, uno la desconexión y el otro es que si las historias son sobre dramas, o miedos, o cabreos, o indignación con ese imbécil de Twitter, acaban generando dentro de ti sustancias químicas no necesarias en ese momento. Y si lo haces de manera regular, vas a convertirlo en hábito y tu persona de manera no consciente, va a buscar esos dramas para llorar, esas noticias que te cabrean, esos datos que dan miedo y vas a encontrar seguro a un tuitero imbécil que te indigne. Y los algoritmos sin duda te lo van a facilitar y a celebrar, porque también detectan en ti estos patrones y ganan dinero con ello sus dueños.

Y hay un truco para no desconectarse, o para desconectarse menos, o para ser más consciente de que lo haces. Yo siempre les digo a mis hijas que traten de que cuerpo y cerebro vayan al mismo tiempo. Cuando comas, come consciente de tu cuerpo, no sólo del hambre que tienes o de lo rica que está la comida. Mira donde están tus codos, como te sientas, como masticas la comida, como escuchas al de enfrente si estás con alguien. Porque cuando cuerpo y cerebro van al tiempo, es difícil no estar conectado.

La solución a los miedos de Martín y del vendedor de souvenirs de La Toja son ambos muy respetables y eso me lleva al siguiente déficit, la compasión. La diferencia entre los dos casos está en que uno se puede ir a vivir a Alemania con toda la familia y el otro hoy lunes, vuelve a abrir el puesto para vender camisetas de «Galicia, mola estar», con el logo imitación de la marca Converse. Y tengo mi opinión sobre los dos casos, pero mi opinión es lo de menos, aquí es donde entra el reconocimiento del otro como igual que tú y por tanto la incapacidad para juzgarlo. Si yo fuera Varsavsky, seguro que me habría ido a Berlín y si fuera el vendedor de La Toja, estaría pidiendo a todos que se lavaran las manos con gel, antes de tocar los llaveros de mi puesto. La compasión se basa en el reconocimiento de cualquier otro ser humano como un igual, por diferente que tu pienses, o actúes, porque es seguro que de haber sido el otro, habrías acabado de la misma manera que él. Es ley de vida.

Reconozco que mi semana pasada fue intensita y esto me lleva automáticamente a la importancia que le doy a mi yo, a mi semana, a mis cosas. Y según le doy importancia a mi movida, más grandes y molestas aparecen las actuaciones y opiniones de los otros. Porque fue una semana de bastante estrés, de mucha reunión, calor en casa, de fregado de pises a cada tanto, porque la perra tiene un problema de riñón y como resultado estando más arisco y distante con los más cercanos. Y en la meditación de ayer, me recordaba el profesor de la app que utilizo (que se llama «10% Happier» y que recomiendo), que esto suele ser así porque ponemos el yo por delante. Y tiene razón, qué carajo… Y además aportaba una frase sabia y sencilla para solucionarlo, «yo soy, porque tu eres». Y si lo sientes así, que es además lo correcto, se evaporan esos enfados con el calor, con los del trabajo, con el de Twitter, con tu pareja, con la perra, con Abascal, con Gates, con Sánchez y con el vendedor de la Toja. Yo soy porque tu eres, y claro, tú eres porque yo soy y así el yo se queda en su lugar.

Y hablando de frases sabias, un tuitero respondió a Varsavsky en su hilo sobre la huida a Berlín. La respuesta fue breve y graciosa y es que las redes sociales tienen el peligro de que te respondan, cuando cuentas tu vida íntima de forma pública, en un medio como ese. «Hasta luego, Maricarmen», le dijo alguien. Y yo me reí bastante, lo reconozco.

Buena semana a todos.

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