La resaca y el codo

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En el verano de 2001 lo pasé mal una tarde de agosto, tratando de salir del agua en una playa de Asturias. Había olas, eran las siete de la tarde y hacía muy buen día. Aún no había una escuela de surf en cada esquina de España y la gracia era simplemente tratar de deslizarte con tu cuerpo de la forma más limpia posible hasta llegar a la orilla. La sensación de velocidad cuando agarrabas una ola bien era maravillosa. Tras unas cuantas olas, varios revolcones y tragos de agua, el mar se quedó en aparente calma. Yo me había separado de mis amigos y estaba bastante dentro. Cuando empecé a nadar para salir, comprobé que no llegaba a la zona donde tocaba con el pie y que cada vez estaba más lejos y más cansado. Me empecé a agobiar y a nadar más deprisa, con más fuerza, con toda la que me quedaba. Ya casi no veía a nadie de los que hacía un momento estaban a mi alrededor y pensé en esas historias que cada año se escuchan en las playas, sobre ese bañista imprudente que se mete sin conocimiento del mar y que acaba en tragedia. Afortunadamente no fue el caso y tras casi veinte minutos, conseguí salir. Pero desde entonces, tengo mucho respeto por el mar y hago caso a los que saben.

Existen dos tipos de resaca populares, una es la que sucede al día siguiente de haber bebido más de la cuenta y la otra la que sientes cuando el mar tira de ti con fuerza hacia adentro. A mi la primera me paraliza, me duelen las piernas, la cabeza y me dan pocas ganas de nada. La segunda me asusta mucho, sobre todo desde aquel episodio.

Resaca viene del verbo resacar, compuesto del prefijo re (hacia atrás, repetición, intensidad) y el verbo sacar (extraer algo del interior de otra cosa). Por tanto la resaca sirve para sacar algo con intensidad, tirando de ello hacia atrás y repetidas veces. La del alcohol me hace repasar qué tomé la noche anterior para encontrarme hoy así, por tanto hace que mire hacia adentro. La del mar me hace reconocer lo pequeño e insignificante que soy cuando me pongo en contexto, dentro de la naturaleza. Para ella, uno de nosotros no tiene mayor relevancia que esas hormigas que vemos llevando pajitas al hormiguero de manera firme y compulsiva, cuando caminamos por el campo. Las hormigas son poderosas, ordenadas y están extremadamente organizadas, pero al mismo tiempo las vemos insignificantes y tan pequeñas, que podemos acabar con ellas con un pisotón. Pues no perdamos la perspectiva de que nosotros también somos una de esas especies que ocupan el planeta. La más elevada, seguro, pero insignificantes si nos miramos en el contexto de la naturaleza.

Ayer entré en la tienda de vinos de debajo de casa y charlé un rato con Miguel Ángel, su dueño, acerca de la otra resaca, la colectiva, esa en la que estamos todos ahora. Él no ha puesto mampara en el mostrador y la tienda es amplia y sin mucho tránsito de gente, así que las veces que he entrado, ni él ni yo llevábamos mascarilla. Si es cierto que le he visto ponérsela cuando entra otro alguien y mucho más desde el jueves pasado, que ya es obligatorio llevarla en todo momento. Y justo ayer hablábamos de lo confusos que estamos, de lo poco que sabemos sobre lo que está pasando con el virus, de lo poco que parecen saber los que mandan, de lo raro que es el manejo de esto, de lo mal que está la economía, de la teoría de la conspiración, de porqué en Portugal no lo han pillado, de la movida que es el caso Epstein y el asesino vestido de FEDEX que ha matado al hijo de la jueza asignada, de que la realidad supera la ficción, de lo bueno que es el musical Hamilton, de la propia historia de la independencia de los EEUU, de la serie John Adams de HBO y terminamos abriendo una botella de vino que me dijo tenía que probar, cosa que hice con gusto. Y con un poco de vino, todo fluye mejor.

Y acabamos acordando que la resaca importante no es la provocada por el estrés del confinamiento, ni por los muertos, ni por los vivos que han perdido el trabajo, los ingresos o los nervios, ni por la caída del PIB interanual, ni porque no podamos enseñar en Instagram lo bien que lo pasamos, ni por la pelea de los unos contra los otros en los medios. La resaca es por la descontrolada «fiesta» anterior a la pandemia, por la sociedad que nos hemos montado, la de las ciudades llenas de coches y de gente con prisas, la de los créditos rápidos para el consumo y los conflictos por no llegar a final de mes, la de los fachas y los progres, la de los empresarios y los trabajadores, la de los amigos de Ponce y los de Paloma Cuevas. La sociedad esa donde los ricos materiales son cada vez menos en porcentaje y más en dólares, y cada día están más lejos de los pobres, que cada año son más en número y más pobres.

Una sociedad donde los ricos de espíritu, con y sin dinero, no han encontrado su hueco, porque la riqueza inmaterial no cotiza y no se enseña. Y una sociedad que está transitando la resaca en sus dos significados, de introspección para saber lo que bebimos en la noche (o la década, o el siglo) anterior y de reconocimiento de lo insignificantes que somos si nos ponemos en contexto, donde un virus nos desestabiliza todo el circo que hemos montado.

Y vale, lo sé, no voy a arreglar nada con mi pataleta, mi reflexión no va a alentar a nadie con capacidad de maniobra, no va a mejorar la vida del colectivo en forma alguna. Pero me quedo a gusto con mi análisis, que no es científico en el sentido en el que hemos prostituido la palabra en el occidente moderno, pero que se ajusta mucho a lo que es… desde mi forma de mirar el mundo.

Tengo pocas ganas de salir, de reservar una mesa para tomar una cerveza en la terraza de abajo, de ponerme la mascarilla para hablar con Miguel Ángel, de caminar evitando acercarme demasiado a otros, de preguntar si puedo abrazarte, pero sobre todo de que me muestres el puto codo para saludar.

El codo es para apartar, para golpear al pivot del Madrid en los huevos cuando pasas un bloqueo en el poste alto. El codo no está para acoger sino para repeler, así que métete el codo por donde te quepa. Si me quieres saludar y no me quieres tocar, está bien, es legítimo. Pero entonces mírame a los ojos y di hola, sonríe si te alegra verme, o no lo hagas si te sienta mejor eso. Y no te preocupes por el hecho de llevar mascarilla, la mirada es más que suficiente para transmitir lo de dentro.

Y todo bien, ¡eh!, no hay drama. Feliz segundo día de agosto.

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