He venido para comunicarte que no quiero quedarme, pero como no podía decírtelo de otra manera, pues aquí estoy.

A principios de 2004 ya estuve a punto de hacerlo, justo había estado en Buenos Aires y en el vuelo de vuelta me dieron ganas de vomitarlo todo. Es una metáfora, que ya sabes que me encantan y a la vez es un hecho, porque me pasé las doce horas del vuelo con náuseas. Lo malo es sólo vomité bilis, porque de manera consciente no había ingerido alimento alguno en las horas previas. Así que a medida que cruzaba el Atlántico, la bilis pasaba del amarillo al marrón, dejando en medio todos los tonos verdes de la pantonera, que por otro lado son los más habituales. Reconozco que me empecé a preocupar cuando el color tornó hacia uno muy, muy, muy parecido al sirope de chocolate. Pero bueno, ya casi estábamos aterrizando.

En esa época tenía 30 años, no me gustaba lo que era y prefería hacerme el orejas en todo aquello que podía. No me medía, no quería saber nada de la diabetes y elegí la ignorancia como madre de todas las ciencias. La insulina se me había olvidado en casa de mis amigos al tomar el remís hacia Ezeiza y apliqué la lógica básica de no comer durante el tiempo en el aeropuerto y en el avión, para no subir (más) el nivel de la glucosa en sangre. Siempre que cuento esta historia me preguntan si en el botiquín de un avión tienen insulina, de lo que yo aún no conozco la respuesta y por las dudas, en aquella ocasión tampoco lo pregunté. No era mi movida, claramente.

Aún recuerdo el nombre de la persona que iba sentada a mi lado, se llamaba Paz, como mi madre. Tras unas primeras ocho horas levantándome al baño y de tener la bolsita de papel todo el vuelo en mi mano, Paz me preguntó si estaba bien. Ahí no se pareció en nada a mi madre, que lo habría preguntado a los ocho segundos. Le dije que sí, claro, que seguramente algo me habría sentado mal. También me acuerdo de la aerolínea, Southern Wings, una compañía con nombre de banda de rock que duró poquísimo. Escuché a mis amigos argentinos decir que transportaban más drogas que pasajeros y parece que no les fue bien el negocio, en ninguna de las dos verticales.

El caso es que justo tras el viaje estuve aquí, en tu puerta. Hice todo el trayecto hasta arriba en soledad, porque no era plan para nadie más. Antes de entrar me senté en las escaleras del descansillo, esas de baldosa con motitas blancas y negras, con más años que la propia humanidad y que siempre están frías, da igual la época del año. Incluso cuando fuera hace mucho calor, el culo se te queda tieso si te sientas en ellas. Y de pronto, estando allí, sentí un alivio tremendo, se me pasaron las náuseas, me sentí ligero, feliz incluso. Fue pasar del malestar más horrible, de esa sensación de querer morirte si una náusea más se presentaba, a estar en las puertas de la gloria bendita. Es cierto que estaba algo confuso, imagino que por la mezcla de la deshidratación y el jetlag. Ni siquiera recuerdo si llegaron a pincharme la insulina y si fue por eso por lo que pasé a ese estado flotante.

Pero durante el tiempo que estuve aquí esperando, me puso muy contento comprobar que las sensaciones de venir a verte, no son tan negativas como la gente cuenta.

Si que era raro en cambio, porque estando a escasos tres metros de donde estoy ahora, recuerdo que nadie de percataba de mi presencia. Y por allí pasaron varios médicos, enfermeras, mis padres, etc… Era como ser el hombre invisible, que sabes que de siempre ha sido mi superhéroe favorito. Era parecido a eso que dicen que sucede cuando te mueres, la película de tu vida, lo llaman. Pues allí estaba yo, viendo las diapositivas pasar.

Unas semanas después del episodio, entré por la puerta de la consulta de un médico diabetólogo del que tengo un gran recuerdo. Era la primera visita y el único informe que yo tenía era el de mi ingreso en urgencias por cetoacidosis, que no es más que un envenenamiento de la sangre por exceso de acetona, producto de la glucosa alta durante largo tiempo. Leyó el informe y me miró fijamente unos segundos. Luego, de manera sobria y pausada me dijo que había estado en coma durante unas horas, un día para ser exacto y me inquirió sobre cómo fue la experiencia, que tenía mucho interés profesional. A mi nadie me lo había dicho en el hospital donde ingresé, directo desde la sala de recogida de equipajes, pero en ese momento entendí lo bien que me había sentido, justo después de haberme encontrado literalmente a morir.

Hay una canción de REM que se llama The Great Beyond, que está en su disco Man on the Moon de 1999. En español The Great Beyond significa el más allá. Es lo que está más allá de la conciencia, lo que sucede cuando la relajamos. Esa relajación nos pasa cuando nos dormimos y de manera definitiva cuando morimos. Entre un sueñecito y la muerte está el estado de coma. Yo recuerdo aquello como un maravilloso estado de ausencia de materia y por tanto de ausencia también de sufrimiento. Pero encontré un problema grande, los vivos, los despiertos, no me veían y yo estaba dos veces, una en la cama, de forma y materia, e inconsciente y otra en una esquina del techo de la habitación, inmaterial, flotando y consciente, pero sin capacidad de interacción con nadie.

Los sueños, esas piezas maravillosas que suceden en nuestra mente mientras estamos más allá de la conciencia, son algo parecido, en el sentido de que nosotros no somos los directores de escena, nuestra voluntad no cuenta. Pero además de eso son una guía tremenda para corregir el rumbo cuando nos torcemos. Y no hace falta creer (believe) en que los sueños tienen una interpretación, simplemente hay que experimentar esa interpretación en primera persona, con alguien con ese conocimiento que te cuenta qué simboliza tu sueño y cuál es la enseñanza que puedes sacar del más allá. Y luego, cada uno ve cómo resuena ese mensaje en su momento vital, sin dogmas. Pasamos buena parte de la vida en el más allá, por lo que debe ser importante y no sólo por la función fisiológica que posee.

Tener una buena relación con el más allá es saludable y en ocasiones, muy fructífero creativamente. Y no hace falta irse tan allá como me fui yo en 2004. La siguiente pregunta pregunta de aquel médico fue si quería vivir. Dije que sí, pero fue más una reacción que una respuesta.

Hoy le podría responder sí de una manera mucho más deliberada, consciente. Y por tanto hoy tampoco voy a entrar a verte, al menos por unos años.

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