Aviso al lector que lo que sigue no conduce al lugar que, en nuestro imaginario común, se evoca al hablar de la primera vez. A riesgo de defraudar, cuento estas dos primeras veces mías, que han sido fundamentales en mi vida.
Hablo de la primera vez que reconocí la existencia e importancia de dos realidades invisibles concretas. Y cuando digo invisible me refiero a aquello que no se puede experimentar con los sentidos externos (vista, oído, tacto, gusto y olfato). Son todas esas cosas que pasan dentro y que tienen notables efectos en nuestra vida. Los llamamos conciencia, pensamientos, emociones, intuiciones, sensaciones, sueños…. y que resulta que poseen una estructura observable y accionable en caso de necesidad que, me temo, es el de casi todos.
Dos cosas invisibles muy potentes, movilizadoras y numinosas. como lo son el amor y la muerte. Quien haya estado enamorado sabe de lo que hablo, quien haya estado delante de un muerto, también y ninguna de las dos es fácil de explicar con palabras. Mis primeras veces con cada una me marcaron y en orden secuencial, introdujeron y consolidaron, mi relación con lo invisible. Pero volvamos atrás un poco, para contar cuál es mi tradición.
Soy una persona normal nacida en el Madrid de los 70. Estudié en el colegio público Ramiro de Maeztu y luego en el instituto público del mismo nombre. En ese colegio y en ese instituto había gente de todo tipo, con padres también de todo tipo. En mi caso eran funcionaria ella y trabajador por cuenta ajena él. Ninguno tenía estudios superiores. Tengo un hermano mayor y juntos crecimos en un piso de alquiler de renta antigua, que antes había sido la vivienda de mis abuelos maternos. Así que mi madre vivió allí toda su vida, salvo un par de años recién casada. El piso está en el rancio y aburrido barrio de Salamanca, en uno de esos edificios cuadrados y austeros, sin ninguna alegría visual, pero muy correcto y funcional.
Nuestra vida infantil fluyó de manera amable y despreocupada, disfrutando de todo aquello que necesitábamos. Un poco más de izquierdas que de derechas, mis padres nos hablaban de baloncesto, de las respectivas familias, de nuestros estudios, de sus trabajos, de los amigos, de política… Pero eran poco de hablar sobre los sentimientos de cada uno, sobre todo cuando éstos eran consecuencia de «problemas», imagino que por protegernos. Y por tanto crecí sin muchas referencias sobre el interior del ser humano, que sobre todo es escrutado cuando la cosa no marcha del todo bien. Crecí pensando que lo espiritual (lo invisible), era análogo a lo confesional y por tanto supersticioso, no moderno, no científico y en definitiva producto de la tradición de la recién acabada España franquista.
Racionalista y positivista él, recuerdo una anécdota con mi padre de la época de mi primera comunión. Un buen día le pregunté por qué no iba a misa. Me explicó que de pequeño le habían obligado a asistir diariamente durante años y consideraba que había ido suficiente. A mi la explicación me generó mucho sentido, pero rezumaba un grado extremo de materialización de lo inmaterial. Contar las unidades de misa asistidas de niño, extrapolar el resultado al resto de tu vida y concluir que ya estaba cumplido el cupo vital «necesario», era una síntesis seguramente concebida para que un niño no hiciera más preguntas, pero que demostraba una cierta desafección por lo invisible. Y no quiero decir con esto que asistir a misa fuera (o sea), una actividad adecuada para el correcto desarrollo espiritual, pero en aquella época el espíritu tenía muy pocas salidas más. Y es que lo espiritual, queramos o no, vayamos a misa, meditemos, caminemos, oremos, hagamos pan, o punto de cruz, está con nosotros 24 horas al día y se alarga hasta el último día de nuestra existencia (y quién sabe si más).
También crecí jugando mucho al baloncesto. Mucho.
Y ya en el instituto, con 16 años cumplidos, me enamoré y reconocí eso que llamo invisible, en relación al amor. Dentro de un autobús para volver del viaje de fin de curso de 3º de BUP, las leyes del magnetismo hicieron que me sentara junto a aquella chica, algo que no estaba previsto. Eramos amigos y coincidíamos mucho, pero yo había llegado a su vida de la mano de una de sus mejores amigas y bueno, existen códigos de amistad invisibles que hacían poco probable esa unión. Pero nuestra común amiga ya estaba saliendo con alguien y tras quedar en Madrid al día siguiente de volver, se creó entre nosotros un nexo invisible, que hizo que no nos separáramos hasta casi cinco años después. Todo aquel que se haya enamorado sabe de qué fuerza invisible hablo. Y en mi caso tuvo un doble premio, el obvio y maravilloso descubrimiento del amor y el menos obvio del acceso por vez primera a las realidades invisibles. Por vivir el amor en primera persona y porque aquella chica y su familia eran muy diferentes a mi y la mía, en lo que al trato con lo espiritual se refiere.
Esos años entre los 16 y los 20 fueron una época maravillosa, plena de energía, de claridad, de reconocimiento, de joder-de-esto-se-trataba-la-movida. Ella era inteligente, con unos marcados valores éticos, guapa, de negro pelo rizado, ojos verdes y las piernas más largas del instituto. Y además jugaba al baloncesto. Pero esto sólo era parte de su atractivo, para mí, lo más relevante era su, cómo diría, sólo me sale llamarlo madurez. Era capaz de transformar en palabras y hechos del mundo exterior, esos temas de los que yo nunca hablaba en mi casa. Y a mi me hizo crecer, comprender e integrar muchas cosas. El tiempo parecía no existir, las distancias no eran problema, me inicié en el sexo, y tuve una mejor amiga en quien confiaba más que en mi mismo. Los estudios me fueron bien, elegí mi carrera y continué con aquellas actividades con las que ya disfrutaba, como el baloncesto o la familia, pero de manera más consciente y deliberada. Y lo más importante, es con ella descubrí que también yo podía expresar mi interior, que lo podía compartir, e incluso corregir (su madre era psicoanalista). En su casa se hablaba de lo invisible de manera abierta, natural y cotidiana. Fue una etapa tremendamente liberadora.
Pero la vida es la vida y aquel amor acabó. Cada uno siguió su camino y eso me lleva al otro encuentro. Mi primera vez con la muerte.
Mi madre enfermó (oficialmente) en junio de 2014, de algo que parecía una intoxicación respiratoria por la inhalación de un insecticida. Pasó todo el verano con el ventolín en el bolsillo, ella que no tomaba ni una aspirina. Tras varias pruebas y diferentes pasos por urgencias debido a episodios de dificultad respiratoria, el 13 de octubre me llamó mi padre para que fuera a su casa. Me senté en el cuarto de estar y me dieron a leer el informe de un TAC de tórax con un muy mal diagnóstico. Tenía un tumor (adenocarcinoma, se llamaba) de 4,5cm en el pulmón derecho, en grado de desarrollo avanzado y metástasis en huesos y otros órganos vitales.
Con el paso de los años y ya de adulto, encontré la manera de hablar con mi madre de lo que me pasaba interiormente. Ella era buena escuchante y disfrutaba que le contáramos aspectos íntimos de nuestra vida. Entre sobremesas de domingo, visitas en verano a su casa en la sierra y algunos días de semana que venían a estar con mis hijas, encontramos una manera de avanzar en nuestra relación. Pero habitualmente yo era el emisor de la información y ella la receptora, y no conseguí que invirtiéramos esos roles. Su cara muchas veces reflejaba su estado, pero no lo transformó nunca en palabras, al menos conmigo. Todo lo contrario, se afanaba por ser dura, por no preocupar al resto, como cuando éramos pequeños, e imagino que internamente achacaba su malestar a la edad. Por otro lado, nunca había tenido nada grave y se solía sentir segura con su salud física, por lo que continuaba disfrutando de su vida como siempre lo había hecho. Pero no.
El viernes 7 de noviembre, tras la primera ronda de sesiones de radio, fuimos en el coche a ver a su médica. Estaba ya muy apagada y los resultados de la última análitica eran incompatibles con la vida. Sentada en el asiento del copiloto, con mi mano derecha agarrada a las suyas con fuerza y mientras circulábamos por la M30 hacia el sur, los dos estábamos pensando en lo mismo. Mis lentillas y mis gafas de sol a duras penas contenían las lágrimas y mi padre, que iba detrás en silencio, mostraba una cara de tremendo cabreo cada vez que le miraba por el retrovisor.
El camino de vuelta fue mucho más animado, como si de pronto hubiera salido el sol. Su médica es la mejor del mundo y el rato con ella le había dado de nuevo fuerzas suficientes para expresar en alto, – ¡qué bien lo que ha dicho Raquel, a la ida pensaba que no llegaba a las navidades! -.
Dos días después la llevamos al hospital La Milagrosa. Estuvo un rato en el box de urgencias y de ahí nos mandaron a una habitación en la quinta planta. Fue poco a poco llegando gente, como en una procesión de despedida. Estando todos allí, recién llegado mi hermano de ver a sus hijos, me acerqué a ella, ya inconsciente y le dije al oído que por nosotros podía dejar de sufrir en este lado, que podía ir tranquila, que estábamos todos bien. La besé y encaré la puerta de la habitación. Antes de llegar a salir escuché mi nombre y di media vuelta, cruzándome con mi padre que salía a buen paso. Miré a mi hermano y éste me hizo un gesto negando con la cabeza. No respiraba.
Murió el 9 de noviembre, 27 días después del diagnóstico y 2 después de ese trayecto en coche por la M30. Pero su muerte fue para mí una puerta abierta, magnífica y real al mundo de lo invisible y desde ese momento me he volcado en reconocerlo y contarlo a todo el que quiera estar, o leer, o escuchar. Cosa que hago muy a menudo. Mi padre sigue dando guerra en los bares del barrio y disfrutando de lo material y de lo exterior, que para eso está. Él siempre ha sido la persona más sensible de esta familia y desde que murió mi madre, conversamos mucho, siendo capaces contra todo pronóstico, de reconocer juntos aspectos esenciales invisibles, e incluso a veces, tratarlos abiertamente.
Y si mi padre puede, que dimitió de lo espiritual a los 14 años, cuando le echaron de aquel colegio donde le obligaban a ir a misa todos los días, no tengo ninguna duda de que todos podemos. Y que podemos sólo es consecuencia de que lo necesitamos, porque la realidad es completa cuando tenemos en cuenta lo invisible. Y los seres humanos estamos divinamente diseñados, con toda la dotación necesaria, para movernos por el mundo. Pero ese movimiento sólo cobra sentido cuando activamos la brújula interna, brújula que hay que reconocer, calibrar y escuchar. Y esto requiere parar y si es posible, cerrar los ojos cada día un rato, respirar y beber mucha agua.
Le estoy insistiendo a mi padre para que escriba sobre su vida, que los viejos sabios tienen muchas cosas que enseñarnos a los que venimos por detrás. Y más en tiempos de crisis. A ver si tenemos suerte y lo hace.
Feliz fin de la fase 0.
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