Ayer el Contrafantasma desayunó con su madre. Se levantaron pronto, ella con su bata azul celeste de manga corta, portando de un lado a otro el paquete de Ducados, el mechero y el cenicero. El primer cigarro lo enciende siempre en la cocina mientras hierve el café y aprovecha para sentarse a examinar su conciencia, ordenar algunas opiniones y organizar el día que empieza en el mundo exterior. El segundo ya se lo encendió mientras ambos tomaban el café en la terraza, donde el único sonido era el de los pájaros de una soleada mañana de mayo. Tras disfrutar del silencio inicial, el Contrafantasma le contó lo que le estaba pasando. Ella escuchaba agradecida haciendo crecer el cilindro de ceniza de su cigarrillo erguido, sin que ésta cayera. El le contaba el detalle de cuando había surgido, como había evolucionado en su interior y lo que estaba provocando. Y mientras lo hacía comenzaron a asomar una lágrimas a ambos lados de su rostro, que no interrumpieron su narración y que parecían una descarga necesaria de emoción, más que un llanto desconsolado. Éstas le acompañaron ya hasta el final de la conversación.
A los dos les gustaba sentarse en esa terraza porque crecía mucho la probabilidad de que asomara la verdad, que tan escondida está entre el día a día y la tradición. Y esta fue una de esas ocasiones. Al acabar con la narración, él se quedó callado esperado la respuesta. Ella no podía dejar de sonreír y le cogió de su mano como lo hacia cuando era pequeño y se sentaba sobre su cama antes de apagar las luces para dormir. Haz tu esto mismo, le dijo. Agarra tu su mano y no la sueltes. Y cuéntale todo, cuéntale todo…
En ese momento sonó el despertador, como cada mañana a las 7.
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