En los siete viajes que el Contrafantasma hizo a China nunca tuvo sensación de sentirse en calma. En uno de aquellos pasó dos meses en Beijing trabajando en un proyecto que le habían encargado sobre la transformación social de la ciudad, previo a los JJOO de 2008. Había alquilado un apartamento de tamaño medio donde le había dicho Yang Jie, el chino «español» que le había asignado su empresa para hacerle la vida más fácil, sobre todo en las gestiones administrativas básicas. El portal del edificio daba a lo único que quedaba en esa ciudad con forma de parque, con árboles, algo de verde en el suelo y tres bancos rodeando un arenal. Era todo tan diferente como lo puede ser Marte, salvo que no es necesario vestir traje de astronauta. Al tomar un taxi pedía que le escribieran la dirección de destino y se la entregaba directamente al conductor, confiando en que al llegar fuera el lugar correcto. Nadie hablaba inglés, nadie hacía un gesto elocuente si te equivocabas, nadie decía que no, nadie te abordaba por la calle si te veían con cara de perdido. Los chinos asienten mucho con la cabeza al tiempo que sonríen, y ese conjunto de gestos nos irritan a los occidentales, tan acostumbrados a la respuesta inmediata y concreta tras haber formulado la pregunta. Si a esto le añades que no entiendes un sólo cartel de la calle y desayunas un bowl de noodles con pato cuando lo que ansías es un café con leche, la irritación de cada mañana se volvía mayúscula.

Hace una semana el Contrafantasma recordaba sus viajes conversando con Eyebags, y le decía que no le quedaban ganas de volver a aquel país y que sus memorias eran grises y frías. Todo salvo una cosa que se había quedado grabada para siempre. Las interacciones (porque no eran conversaciones) con un anciano que cada mañana, al salir hacia el trabajo, encontraba en uno de los bancos del parque frente a su portal. Aquel hombre, con aspecto jovial, sereno y muy muy delgado,  hacía ejercicio sobre el banco y le sonreía. Tiene casi la certeza de que uno de los días llegó a saludarle con la mano, e incluso a gritar algo así como «buenos días», en chino, claro… Estaba allí en periodos de doce días seguidos de ejercicio y uno de descanso. No atendía a nuestros días de la semana, con sus sábados y domingos.

El día antes de volver le pidió a Yang Jie que le fuera a buscar a casa por la mañana y que le acompañara a hablar con el viejo. Quería presentarse, agradecerle, despedirse y preguntarle algo.  Su nombre no lo recuerda, la cara de paz y felicidad al darle las gracias la llevará siempre consigo, y la respuesta a la pregunta ha dado sentido a muchas cosas. El hombre le dijo que lo de los doce días seguidos era para estar en armonía. Que doce es un ciclo completo, que cada doce unidades se empieza de nuevo, que cada fase de la vida consta de doce años, cada año de doce meses y que el trece no da mala suerte, que es el comienzo de algo, de una nueva docena. Y que mucho, en chino, se dice «docenas».

Aquel hombre era mucho, efectivamente.

 

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