En camisón

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Ella estaba en camisón y era mediodía. Acechaba el ecuador de agosto, la mañana era preciosa, soleada, fresca. La casa estaba llena de gente y había ambiente festivo. El Contrafantasma estaba ensimismado mirando a su abuela moverse con gracia por la estancia organizando el día. Coordinaba a los invitados tempraneros, probaba la salsa de cebolla y nata que acompañaba al solomillo y regañaba con cariño a los niños que atravesaban corriendo el gran salón. Todo parecía listo para el magno evento. Fuera, el jardinero cuidaba las hortensias y las grandes mesas corridas ya tenían puestos los manteles. La abuela de pronto le dijo que por qué no bailaban. Era todo tan armonioso que no le pareció extraña la petición. Pusieron música y comenzaron a bailar, siendo ella quien marcaba los pasos y el Contrafantasma el que, a duras penas, seguía el ritmo. Sentía una ilusión creciente por verla así de activa, dispuesta y feliz. Disfrutaron de unos minutos de danza, con la abuela moviéndose como una veinteañera alrededor del salón y con la sensación de que cada vez eran más ligeros los movimientos y más notable la felicidad. Cuando acabaron le pidieron al Contrantasma que ayudara a colgar una cortina antigua sobre unos de los ventanales que daban al jardín. Sin quitar los ojos de su abuela, que había vuelto a las tareas de intendencia, éste se puso a la tarea. Al poco se despertó.

Hacía muchos años que su abuela había muerto y de sus últimos tiempos en este lado sólo recordaba preocupación, sufrimiento y tristeza. Ese baile le reconcilió con ella, selló la paz con lo malo. Y también con los camisones.

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