Me siento en la terraza con los auriculares puestos. Desde la terraza se ven las cuatro torres y media de la Castellana. Aún es de noche, pero ya se ve luz asomar por el este. El este es lo que queda a mano izquierda y con esa mano aprieto el botón de encendido de los auriculares, que de manera automática se conectan a mi teléfono. Estos auriculares tienen cancelación de ruido, parece que se han inventado para meditar. La perra ya se ha sentado sobre mi pie derecho, muy cómodo sí. Zeta tiene esa costumbre, necesita el contacto físico con el humano que esté disponible.. Trato de empujarla un poco para que la presión en mi empeine no me despiste durante la práctica.
Le doy al play en el teléfono y Jeff Warren comienza su locución. Dice que me ponga en una postura cómoda, relajado pero erguido, con la espalda recta. Espalda recta y relajación forman un oxímoron en mi vida. Siempre me he relajado en diagonal, o con los hombros caídos, o con la cabeza apoyada en algún lugar. Me pide que cierre los ojos, o que los deje entreabiertos si lo prefiero. Si los dejo abiertos, me dice que trate de mirar a un punto fijo del suelo de la habitación donde estoy. Un punto fijo ahí delante, o aquí enfrente, porque la terraza es pequeña. Al pensar que la terraza es pequeña recuerdo la casa que hemos visto en Los Molinos y lo maravilloso que sería meditar allí, mirando, o no, depende de cada uno, a la Peñota.
Pensar en la casa, en el aire de la sierra, el sol y la naturaleza, me saca de golpe de lo que me está diciendo Jeff. Además, no sólo me viene la imagen del paisaje magnífico, también me vienen las cosas menos bonitas. Las conversaciones con Rosa, la amiga directora de banco con la que estamos gestionando el tema, los documentos que hemos enviado a riesgos para que valoren la operación, los años de hipoteca que supondría la compra, lo poco que me gustan los bancos, lo feo que es su negocio, lo complicado que debe se trabajar en una empresa que sólo se dedica al dinero, que sólo genera riqueza material, contable.
De pronto siento culpa y rabia por no haber ahorrado nunca en mi vida y me acuerdo de mi padre. Sí, de mi padre, que precisamente ahorrador, no ha sido tampoco nunca. Al pensar en él, en su manera alegre de gastar y en que en el fondo esa cualidad suya siempre me ha encantado, me doy cuenta de que aún no he decidido si cierro los ojos o los dejo abiertos. Han pasado escasos segundos y la actividad de mi mente está lejos de ser calmada. Mientras esa maraña de temas vuelan rápido y sin dueño por mi ser, Jeff ya ha comenzado la práctica y yo no estoy en ella. Regreso y lo hago sin culpa (esto se me da bien), o casi, porque los que saben del tema repiten constantemente que de esto se trata meditar, de reconocer cuando te has ido, etiquetar lo que te ha hecho salir (pensamiento) y dejarlo ir (let it go, como en Frozen). Y lo más importante, volver y empezar de nuevo, begin again.
Mirar a un punto frente a uno es lo mismo que no mirar, pero a la vez la ciencia dice que el 80% de nuestra comunicación con el mundo exterior, tiene que ver con el sentido de la vista. Así que yo siempre medito con los ojos cerrados, por las dudas, que el mundo exterior, aunque esté yo sólo en una habitación, genera siempre tentaciones muy atractivas. Solicita Jeff que haga tres o cuatro respiraciones algo más profundas, que note como la energía sube por mi espina dorsal al inspirar y que al espirar suelte todo lo que pueda los músculos de mi cuerpo. Hace hincapié en que en esa espiración relaje el ceño, los músculos de los ojos, las mandíbulas, la lengua, los labios. Me doy cuenta de lo contraídos que tengo todos esos músculos la mayor parte del día y de pronto reconozco que de noche es aún peor, porque muchos días me despierto con dolor de mandíbula por haber apretado los dientes.
Al pensar eso, dejo de escuchar a Jeff y su locución y me voy a lo caro que es el dentista y a que la última vez que fuí me dijo José Luis (así se llama), que durante esta época de pandemia está llegando mucha gente con problemas de tensión durante el sueño, y con roturas de piezas simplemente por presión de las mandíbulas. Me acuerdo ademas que me dijo que si yo seguía así, me tendría que poner una férula para dormir y que la broma costaba mileuros. Todo en el dentista cuesta mileuros, da lo mismo que se trate de un implante, un blanqueamiento, o los braquets de las niñas. Para ese momento, la locución de Jeff ya me está pidiendo que note como mis pies están firmemente apoyados en el suelo y que me quede quieto, inmóvil, que de eso se trata meditar. Un picor de nariz y un hormigueo en el bíceps femoral reclaman a gritos (internos) mi atención y me exigen que me rasque y que cambie la postura. Confundido por el aluvión de cosas en mi cabeza, anoto mentalmente «picor» y «dolor», que entran en el cajón de «sensaciones» y consigo dejarlos ir, let it go y volver a Jeff, begin again. Ha pasado un minuto y treinta y dos segundos desde que le dí al play.
Jeff dice en el audio que cada vez que reconozca que estoy en otra cosa, vuelva al tacto de mi cuerpo con la silla, de mis pies con el suelo y sobre todo que me agarre a mi respiración. La respiración como ancla, como eje, como lugar al que volver cuando la mente divaga, cuando nos vamos detrás de nuestras maravillosas y muchas veces destructivas narrativas, cuando los ojos hacen fuerza para abrirse, cuando los dolores posturales te invitan a dejar de estar en el presente. Y recuerda Jeff que ese es el éxito, reconocer que te has ido y volver a la respiración. Y dice también que esta práctica genera conexiones sinápticas nuevas, diferentes a las que teníamos y que provoca que nuestra mente se entrene en hábitos saludables que no poseíamos antes y que estos hábitos nuevos van a aparecer de pronto en nuestras vidas, sustituyendo a los antiguos. Que nos vamos a sorprender cuando estemos un día cualquiera centrados en nuestra respiración, mientras esperamos en la cola del supermercado, que cuando nos enfadamos con nuestros hijos, o aguantamos a nuestros compañeritos de trabajo, simplemente respondamos, en lugar de reaccionar de manera automática (asentados en los antiguos patrones) y que miremos con ojos renovados a nuestra pareja. Que vamos a darnos cuenta sólos de que se nos ha ido el cabreo, vamos a poner una etiqueta mental a dicha emoción (enfado), vamos a respirar profundo tres veces y vamos a volver al presente. Dice que no vamos a notar cambios en una semana, ni en un mes, pero que la perseverancia, sentarse cinco minutos cada día, consigue a la larga cambiar nuestro ser, mejorar nuestra concentración, calmar las revoluciones de nuestra cabeza, la necesidad de llegar a lo siguiente, o de repetir aquello tan rico que sucedió en el pasado.
Y pasados unos minutos Jeff está en silencio y no sin trabajo, veo una luz morada en la oscuridad de mis párpados, noto que mis ojos han dejado de tratar de ver, que me he acostumbrado a la oscuridad y que mis manos, que están apoyadas sobre un almohadón de lana en mi regazo, se conectan con algo en esa oscuridad. Las sensaciones corporales se pierden, los picores y los dolores musculares desaparecen, la respiración deja de ser el ancla al que volver, para convertirse en el eje que me une con algo más grande, imposible de definir con palabras, porque no es producto de la mente individual. Alejado de mis narrativas, de las historias que creo de manera imparable en mi cotidianidad, siento que estoy amarrado a todos con las manos y al cosmos con mi respiración. Ahora entiendo eso que dice Jeff de que cuando inspiramos notemos la energía que sube por la columna vertebral y de que al espirar, relajemos todos los músculos. Cuando de verdad te conectas, ese movimiento de tu respiración es análogo al de las olas del mar, al de la tierra, al de los latidos del corazón, al de una mecedora que no necesita ser empujada y que va y viene sin prisa. La respiración es lo que nos da la vida y es además, la que nos une al cosmos, al espíritu. Y el espíritu, lo espiritual, es lo que completa nuestra realidad. Con el cuerpo inmóvil y la mente parada, aparece el espíritu, lo más profundo de entre lo invisible. Y aparece no es el verbo correcto, porque no se ve, se siente, se experimenta. Y además no se puede contar, aunque yo esté tratando de hacerlo en este momento. Y no se puede contar y si sentir, porque lo espiritual, lo divino, trasciende al lenguaje racional, al intelwcto del individuo. Pero no trasciende a lo humano, al todo.
Y de pronto la locución de Jeff, que había olvidado por completo. me dice que si estoy listo, poco a poco abra los ojos y retome el contacto con el mundo exterior, con la terraza. con las plantas colgadas del muro, con el sol entrando por la ventana. Me pide que mueva un poco el cuerpo, que salga de ese estado y que recuerde durante el día que empieza, que la respiración me va a ayudar a conectarme conmigo cada vez que note que mi cuerpo se tensa, que mi mente se va detrás de mis pensamientos, cada vez que suene mi móvil, o que me enfade con el tipo de delante, que no se ha dado cuenta de que el semáforo se ha puesto en verde.
Y me he levantado de la silla con cierta ligereza, sin pensar en mis mierdas cotidianas y acordándome de que la palabra Dios, proviene del latín Deus, y esta del griego Zeus, que era el dios de todos los dioses. Y que Dios tiene la misma raíz indoeuropea qué Día, que se refiere al sol o a la luz que nos da este astro. Y el sol ya entra por la ventana y quizá de eso se trate todo, del sol, de la luz y de dejarla entrar para alumbrar nuestro interior, nuestro espíritu. Y así completar la ecuación.
O quizá no, y sólo se trata de vivir el presente. Pasen un bonito y soleado domingo.
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