Tercera noche que me despierto con hipoglucemia severa. Parece obvio que o bien tengo que cenar más. o bien tengo inyectarme menos insulina. Abro los ojos en mitad de la noche con una extraña sensación de descanso, como si fueran las 8. Miro el reloj y sólo pasan unos minutos de las 4. Estoy confundido, pienso en qué tengo que hacer cuando me levante. Pero es sábado, no tengo nada qué hacer. Además Madrid está aún en la fase 0,5 del mundo después del confinamiento, y salvo que vivas en Nuñez de Balboa como mi padre, lo correcto es seguir haciendo caso a las autoridades, aunque las autoridades no hayan sido nunca autores de la gestión de una pandemia de este pelo.
En seguida noto el sudor en mi camiseta, una sudoración intensa que se vuelve fría, muy fría (y mucho fría, que diría Mariano). Me levanto y me mido la glucosa, 42. Mal, lo saludable sería tener por encima de 80. Mi organismo hace esto para llamar mi atención, porque si siguiera durmiendo con la glucosa en esos niveles, habría peligro de que no me volviera a levantar, o de que el daño fuera grande. Ya en la cocina abro una lata de Coca-Cola de 200ml y me la bebo. Mientras, me siento y aguanto la sensación de hambre. Me comería un búfalo, pero después de 24 años he aprendido que hay que beber y esperar a que el azúcar haga efecto en el torrente sanguíneo. Y la Coca-Cola para eso es mano de santo, la mejora es casi instantánea. En cualquier otro contexto no bebo este veneno rojo.
Si has tenido una hipoglucemia (para lo que no es necesario ser diabético), sabes que es un momento perfecto para conectar con lo invisible. La paulatina pérdida de conciencia abre de manera amable la puerta del otro lado y durante un corto espacio de tiempo, la sensación es de ligereza y placer. Si convives con un diabético, sabes que si de pronto está o muy alegre o muy irritable, es síntoma de que los niveles de glucosa están bajando y es momento de chequear y beber algo con azúcar. Si es irritabilidad lo que surje, es que el diabético no quiere sentirse así y se rebela contra su estado, antes de reconocer que está perdiendo la conciencia. Si por el contrario se le ve despreocupado y alegre en exceso, es que está disfrutando de esa sensación, antes de igualmente perder la conciencia. Por tanto en ambos casos hay que darle de beber.
El hambre y el destemple quedan dentro durante un tiempo, pero lo peor ha pasado. Me quedo pensando en el significado de todo esto, si es que lo tiene. El más allá me está despertando las tres últimas noches y tiene que ser por algo. En el mundo exclusivamente materialista, la explicación sería la del principio, he ingerido pocas calorías o me he pinchado demasiada insulina. Pero ese análisis es estrecho, sólo contempla lo que se puede medir.
Lo que me viene, y por eso me he sentado en el ordenador en lugar de volver a la cama, es el impulso de escribir, de seguir escribiendo sobre lo invisible. Cuando te viene un mandato así es mejor no analizarlo, porque al hacerlo suele perder sentido. Tenemos mucha confianza en el neocórtex, en la parte analítica del cerebro. Y el neocórtex me dice ahora que me vaya a la cama, que mire la hora que es, que veré mañana lo cansado que voy a estar. Pero yo me suelo equivocar màs cuando le hago caso a mi análisis, que cuando hago (just do it) de manera directa. Cuando analizo las cosas, se juntan por un lado la opinión que tengo de mí mismo (qué aunque medito bastante últimamente, sigue siendo demasiado pesada), mi tradición y el efecto de la opinión pública. Y es una mezcla que raramente funciona.
Me vuelvo a medir, la glucosa ha subido a 127. Son las 6,20 y ya se escuchan autobuses de la EMT circular por la desierta calle. Recuerdo entonces mi conversación con Ernesto, buen amigo y directivo de una empresa farmacéutica. Ayer, tras una reunión por Zoom por uno de los proyectos en los que trabajamos juntos, me quedé charlando con él y salió un tema que me había contado en persona hace unos meses. Aquel día me dijo que desde niño escucha una voz que le pregunta qué hace él aquí, por qué está aquí. Dice que de pequeño se asustaba mucho y que sólo su madre sabía cómo calmarle. Y que ya de adulto ha aprendido una técnica que le funciona para que «desaparezca», que bàsicamente se trata de realizar cualquier otra actividad, al tiempo que habla de manera compulsiva. Si hace esto, la voz acaba. Y él además puede anticipar cuando viene, porque lo primero que nota es como lo material parece diluirse, como si desapareciera del espacio tiempo de ese momento. Estoy aquí, pero sé que no estoy, narra. Y me dijo también que le sigue dando mucho miedo, que no quiere mirar porque piensa que si mira va a ver algo, o a alguien, conocido y que eso le acojona mucho. De hecho dice que lo relaciona con su abuelo, una persona que él siempre admiró enormemente.
Aquel día le dije que probara a mirar y ver qué pasaba, que normalmente cuando algo viene del más allá de una manera tan recurrente. suele ser bueno y necesario, pero que como todo lo desconocido, da miedo. Me dijo que lo haría y me pidió que tuviera el teléfono conectado, por si necesitaba llamarme durante el proceso. En plan Bill Murray en Los Cazafantasmas.
Aún no ha llamado con esa emergencia y ayer me contó que desde que lo hablamos, no le ha vuelto a venir la voz, pero que está preparado para encararla cuando aparezca.
Y es que la pregunta de qué hemos venido a hacer, es una pregunta que asusta, que nos asusta a todos, no vaya a ser que el circo que nos hemos montado, no sea lo que responde de manera correcta y tengamos que empezar de cero.
Bueno, si estás en Madrid sería de cero coma cinco
A ver qué pasa. Feliz sábado.
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