No pasa nada por morir, lo que asusta es el deterioro que muchas veces precede a la muerte. Morir tras correr diez kilómetros no es un problema para nadie. Llegas de correr, te duchas, descansas un poco en el sofá y zas, te mueres. Ni tan mal. El tema es cómo llegar hasta ahí siendo capaz de correr esa distancia, o de nadar mil metros, jugar dieciocho hoyos, o de estar compuesto para tener una conversación profunda, para volver a enamorarte, o para leer un buen libro y luego contárselo a tus afines. Llegar en forma al momento de la muerte debería de ser el objetivo vital primario, porque esto nos obliga a estar siempre atentos. Y digo atentos y no digo bien, porque la vida es bien y también mal, y es arriba y abajo, cuerpo y alma, dentro y fuera, materia y espíritu. Y entre esas dualidades nos movemos nosotros los humanos, una especie con unas capacidades magníficas, pero con unos manuales de supervivencia obsoletos, a los que les hemos arrancado la mitad de las páginas relativas a lo invisible y cuya otra mitad, la relativa a la materia, se basa en algo que llamamos ciencia, que se rige por la estadística. Y la estadística amigo mío, no aplica a mi caso individual, ni al tuyo. Y por si esto no fuera suficiente hándicap, asistimos a un mundo exterior bombardeado por estímulos mayormente prescindibles, con unas frecuencias inmanejables y con los que además, unos pocos de los de nuestra especie, generan muchísima riqueza material.
Estar en forma física decente con veinte, treinta o cincuenta años es sencillo, lo difícil es tener ochenta y dos y subir montañas como hace Carlos Soria. Ahora, estar en forma física y además espiritual decente, es una misión hercúlea, tengas la edad que tengas. Y es precisamente con las montañas que escala Carlos Soria y con los minerales que las conforman, con lo que hay que trabajar toda la vida, para llegar al momento de la muerte de manera íntegra, de una sola pieza.
Insistimos en pensar mucho y casi todo el tiempo lo hacemos en nosotros mismos. Primero por comodidad, ya que es lo que creemos conocer bien y luego por torpeza, ya que pensamos que así nos va a ir mejor en la vida. Cuando la realidad es justo la contraria, cuanto menos pensemos en nosotros y más en el de al lado, mejor funciona todo. Así, con esa señora que se cuela en la cola del súper, con el que te cruzas en la puerta del ascensor y no saluda, a la profesora que tiene manía a tu hija, al que cuenta su vida en Twitter y te repatea el hígado. A todos esos, regalemosles dos segundos de nuestras ocupadas vidas y pensemos en sus casos antes de reaccionar, aunque se trate de una reacción invisible que sólo nosotros sentimos. En mi caso funciona, no siempre consigo parar, es verdad, y reacciono y me indigno y pongo el grito en el cielo. Pero cada vez lo hago menos, me paro más, pienso en ellos, en sus vidas y les entiendo, les acompaño. Y el resultado neto para mí, es que voy mucho más relajado.
Pero es obvio que uno reconoce mejor sus patrones que los del vecino y no lo es menos que al mismo tiempo, peleamos constantemente para cambiarlos, por no ser de verdad «los nuestros», esos que nuestro padre, nuestra escuela, nuestra pareja, nuestro instagram, nuestro Linkedin, nuestro jefe, o nuestro hijo nos repiten machaconamente desde siempre. Pero sean los buenos o no, los patrones son duros y no se moldean con facilidad, cosa que es perfectamente normal, porque son esos famosos hábitos de comportamiento, que es psicología se llaman complejos y que tan complicados son de cambiar.
Los complejos tienen que ver con nuestra estructura básica, con lo que nos sostiene, con lo que nos da forma, es en nosotros lo que en el cosmos es la capa mineral, la que formó en el principio de los tiempos las rocas que escala Carlos Soria. Y estas rocas estaban ahí antes de que llegara la vida, de la misma manera que parte de las estructuras que forman nuestros complejos, están ahí, incluso desde antes de nacer nosotros. Bueno, esto último ni yo ni la ciencia lo podemos demostrar empíricamente y por tanto mi primo Rafael, estará en cordial desacuerdo. Pero arrastramos patrones heredados que nada tienen que ver con la genética, ni con la bioquímica conocida y luego sí, una vez hemos nacido, vamos aprehendiendo y reproduciendo otros parones, que también son difíciles de reconocer, pero como los hemos vivido en nuestras familias. sociedades o culturas, nos resultan más fáciles de asimilar. Y la tarea, bien con los patrones heredados, bien con los experimentados en primera persona, es comprobar si realmente son parte de nuestra estructura básica, o si por el contrario son moles graníticas que lo que hacen es impedir la vista, acotar nuestro recorrido vital, o esconder nuestra esencia. Y ni la ciencia, ni la estadística, van a venir en nuestra ayuda. Es más sencillo parar un rato, desconectar los receptores externos y chequear qué es lo que nos mueve, nos bloquea, nos emociona, nos asusta, nos duele, nos divierte. Y así, llegar hasta el día de la muerte en forma, que nunca se sabe lo que viene después.
Pasen una buena semana, pico y pala, pico y pala, moldeando los complejos que no sean útiles.
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