La flexibilidad muscular es una de mis asignaturas pendientes. El yoga postural me genera estrés simplemente mirando un tutorial de Youtube. Me muero de risa cuando la locución de mi App de meditaciones guiadas dice que me ponga cómodo en mi cushion (or wherever you are seated), que estire bien la espalda y a la vez me relaje, dice la cachonda, como si fuera eso compatible con estar sentado en el suelo. Envidio a todo aquel que es capaz de sentarse con las piernas cruzadas como si nada, que cuando comen en un japo hacen el show completo en una mesa bajita y sin sillas, disfrutando de la comodidad que proporciona que sus abductores no tengan un tope al llegar a los 90º de apertura, siendo el vértice del ángulo el perineo. En mi caso, una vez superada esa medida hacia cualquiera de los dos lados, la pierna contraria acompaña automáticamente el movimiento de la primera, como si ambas estuvieran unidas por un resorte. Yo siempre echo la culpa a la posición defensiva del baloncesto, pero creo que no es esa la única razón. Primero porque mis entrenadores siempre decían que defender no era precisamente mi fuerte y sobre todo porque no sólo me pasa en los abductores, tampoco llego a tocarme las puntas de los pies con las piernas estiradas, ni soy capáz de rascarme el centro de la espalda con el brazo derecho. Y bueno, no es tan grave, puedo hacer vida normal, basta con no jugar a las cartas en la playa, no ser un entrenador de esos que se ponen de cuclillas en la banda, o con elegir mesa alta en los restaurantes de sushi. Consuela saber que con no ser muy ambicioso en las posturas sexuales, tener un rascador del Tiger a mano y defender en zona 2-3 no muy abierta, en las pachangas con los amigos, esa enorme tara consigue pasar desapercibida para la mayoría de la población. Pero ahora que el materialismo está perdiendo empuje, que cada vez somos más los que pensamos que lo invisible también tiene una estructura de funcionamiento, unas reglas (leyes naturales como las de la física) que se pueden aprender y que tanto se habla del principio hermético, con sus analogías entre lo de dentro y lo de fuera, entre arriba y abajo, o entre lo pequeño y lo grande, me pregunto si soy tan rígido por dentro, como lo soy por fuera. Y la verdad, prefiero no encontrar la respuesta, al menos ahora, porque me temo lo peor.
Así que para distraer mi conciencia, seguí ayer las recomendaciones del profesor de meditación y etiqueté el pensamiento (note that you are thinking), antes de dejarme arrastrar por esa jodida voz interior que me decía que como siga así, dentro de poco no podré ni agacharme y que en personas diabéticas, ese síntoma puede deberse también al desgaste de las vainas de mielina del sistema nervioso (cosa que da miedito sólo con nombrarlo) y continué con lo mío, que siendo viernes por la tarde, estando Iris en su consulta, las niñas en Formentera y ya sin ninguna obligación pendiente por mi parte, pretendía que se pareciera más al Jour de fête de Tatí, que a Un día de Furia de Michael Douglas.
Y caminando, que es mi deporte de cabecera y con el que no me duele nada, acabé en Callao y no pude evitar entrar en La Central. Me gusta leer, sí, pero me gusta más comprar libros, que soy un buen español, para luego dejarlos a la vista por las diferentes mesas de casa, como tangibles promesas de conocimiento, como fuentes de inspiración de posts nunca escritos en este blog, o como temas de comienzo de conversación, alternativos al Covid o a Afganistán, en el próximo Zoom de trabajo. Las pilas de libros nos sitúan en la pista de salida de la sabiduría, casi en la misma medida que nos hunden en la más profunda frustración, a mi por no acabar de leerlos y a Iris por eso, y además porque luego es ella quien un día, cuando consideramos que ha pasado el tiempo razonable para ello, se encarga de colocarlos en la estantería como se debe. Pero ayer compré un libro que no me ha dado opción a dejarlo sobre ningún mueble, porque no lo he soltado hasta terminarlo de madrugada. Se trata de Los días perfectos (ed. Libros del Asteroide), de Jacobo Bergareche. Es un libro maravilloso compuesto por dos largas cartas que escribe Luis, el protagonista, una a su amante y otra a su mujer, donde a través de una singular y a la vez mundana historia, una cuidada documentación, el humor, el amor, el matrimonio, la pareja, el tedio en la misma y el tedio en uno mismo, el autor construye una bomba que entra fluida hasta las entrañas, que te hunde y al tiempo te llena de esperanza y que me ha dejado muy conmovido. Aquel que quiera pasar un buen rato, sonreir, llorar, todo el que esté entre los 20 y los 95, mujer u hombre, todo el que sea o haya sido marido, o tenga uno cerca, todo el que se enamorara de verdad de su pareja y que ahora vaya con el piloto automático en la relación, todo el que siga enamorado, o aquel que a ratos piense que la vida en pareja es así de coñazo, de rutinaria, de cuadradita, o justo lo contrarii, todo el que tenga hijos y los ponga en su foto de perfil de whatsapp, todo el que haya tenido amante, todo el que haya amado y sido amado y sobre todo, aquellos que sepan lo que es dormir abrazados a otro, sin oprimir el riego de las extremidades de ninguno, van a disfrutar mucho de unas pocas horas de lectura.
Y por eso y por la frase de Rocío Jurado, que también aparece en el libro, de que «se nos rompió el amor, de tanto usarlo», me ha dado por pensar en la crisis en la pareja, ámbito en el que tengo una cierta y quizá dudosa autoridad, ya que he sido autor y protagonista de un buen número de ellas y menos en un caso (fingers crossed), en todas la cosa acabó en ruptura. Porque hoy, tengo la sensación de que la pareja, y ya no digamos el matrimonio, están en una profunda crisis. Y opino, que opinar es libre. que lo está por el individualismo, por el bombardeo exterior y por el desconocimiento del ser humano interior, de lo invisible, con esas leyes naturales de lo no material de las que hablaba arriba. Y no aspiro yo a resolver el individualismo reinante, ni mucho menos la hiperconectada y repleta sociedad de estímulos externos de todo pelo en la que vivimos, y Dios me libre de dar consejos de pareja a nadie, que bastante tengo con lo propio. Pero la lectura de Los días perfectos y la rigidez de mis abductores me han llevado a la siguiente reflexión: si observamos el amor de pareja como una combinación de cuatro elementos, que ni son lineales, ni tienen un orden establecido, ni porqué coincidir en el tiempo, quizá encontraríamos fácilmente la actitud correcta para tener más días perfectos con nuestros amados.
Esos cuatro elementos a menudo se toman como «las fases del amor» y si lo encaramos con optimismo, solemos pensar que al pasar por cada una de ellas, integramos lo vivido hacia la siguiente y así sucesivamente hasta el final del proceso. Pero una fase, por definición, es secuencial y en muchos casos además, excluye la simultaneidad con la siguiente y con la anterior, mucho más si hablamos del amor en la pareja. Por tanto, siento más correcto que, en lugar de fases, a estos elementos los denominemos ámbitos. Los cuatro ámbitos del amor, que son: 1) la atracción, que sería lo que sientes cuando, según has entrado por la puerta del jardín de esos vecinos que tan buenas fiestas organizan, te has dirigido sin pensar, como atraído por el poder de la Fuerza de StarWars, hacia esa persona que ni sabes quién es, ni si habla tu idioma, ni si está casada con tu primo el de Ponferrada, que también estaba invitado. Es la atracción de las leyes naturales, con los cuerpos que gravitan unos alrededor de los otros. Y no penséis que fuisteis sólo vosotros los que no pudisteis dejar de mirar a esa persona que hoy es vuestra pareja, en aquella primera ocasión, los que hasta que no se produjo el contacto, mantuvisteis un radio de gravitación imperturbable sobre ella. La otra persona, tu pareja, también lo sentía y ejercía su fuerza sobre ti, de manera invisible y casi seguro, de manera inconsciente. 2) el enamoramiento, que sucede cuando sientes cosas en la tripa, cuando tiemblas, cuando aprietas la mandíbula como si te hubieras drogado, cuando te emocionas sólo por estar frente a ella, cuando no puedes dormir, cuando la conversación de mensajes instantáneos se vuelve imposible de concluir y acaba siendo sexting, que es la versión moderna de cuando en nuestra juventud no podías colgar el teléfono fijo de casa y tus hermanos y tu madre se mosqueaban contigo. 3) la erótica, esto es fácil, es el deseo de querer hacer el amor, echar un polvo eterno con ella y fundirte para no separarse nunca y estar dentro y juntos por el resto de los días y hasta que la muerte nos separe y cuando eso acabe, volver a empezar y hacerlo de nuevo. Y 4) la amistad, que es cuando mi pareja es la persona a la que quiero contarle mi sueño de la noche anterior, mi tristeza, quien me entiende, quien no me cuestiona, la que me banca, la que me acompaña, la que no pregunta, la que siempre escucha, la que no se enfada. Y la realidad es contraria a lo que dicta Hollywood, que vende que las cuatro tienen que ir en ese orden, ser lineales, sucesivas, coincidentes, que la primera dura muy poco y luego está presente sólo en contadas ocasiones, que la segunda es más efímera aún porque sólo pasa al principio, que la tercera son sólo los primeros tres años y a partir de ahí, cómo máximo una vez a la semana y ni hablar de sexo oral y que la cuarta, más que en un amigo, en lo que se convierte tu pareja es en un socio con el que proveer a los miembros del equipo familiar, o en la versión aún menos rica, en un compañero de piso. Y lo peor, que al final todo acaba en rutina o separación y que el tiempo pasado siempre fue mejor, al menos en lo que se refiere a la pareja.
Pero hoy va a ser un día perfecto, voy a estirar abductores, isquios y quizá me atreva con un par de saludos al sol. Luego tomaré café pensando que acaba agosto, el verano y comienza algo nuevo, otra semana, otro curso, otro año. Voy a tratar de identificar qué combinación de los cuatro ámbitos del amor se despliega y a disfrutar del resultado, sea el que sea, porque lo más probable es que coincida con lo que me esté queriendo a mi mismo en este momento, con mis taras, mi incapacidad para sentarme a lo indio, mi poca flexibilidad interior y mi conflictiva convivencia con esa voz que, a cada tanto, me bombardea anticipando futuros catastróficos, como cantaba La Casa Azul..
Pasen un sábado perfecto, sean flexibles y lean a Jacobo Bergareche.
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