Era tarde y el Contrafantasma estaba sentado en el stand del país invitado en una feria muy aburrida. A lo lejos una mujer castaña se acercaba desde uno de los pasillos centrales. Estaba tan cansado que no enfocó la mirada hasta que tuvo delante de su nariz el cartel identificativo de Julia Cámara, colgando del cuello de la mujer y haciendo una bonita curva en la zona del pecho. El nombre le resultó familiar y el pecho quería que también. Alzó la mirada a través de la cinta que lo sostenía hasta llegar a la cara, momento en el que asoció el nombre, la fisonomía y un momento de su vida.
El Contrafantasma no veía a Julia desde la universidad. Fueron muy amigos durante los cuatro primeros años de facultad. Se conocieron en el autobús que les llevaba a Moncloa, donde había que tomar otro para llegar al campus. Ella se había quedado a vivir en Niza tras hacer el último año de carrera y después se había casado con un francés. Recordaba nítidamente la última vez que habían coincidido y no había sido en este siglo. La cara era la misma de entonces, el aspecto muy jovial y su sonrisa seguía formando hoyuelos en las mejillas. En la facultad era más rubia, pero sus ojos seguían igual de verdes ahora. Durante unos segundos se entretuvo viéndola manejarse por el espacio, hablando con unos y otros. Ella en cambio no reparó en su presencia y se movía con soltura y gracia entre la gente.
En mayo de 1999 Julia había invitado al Contrafantasma a comer lentejas. Los dos tenían novio en aquella época y aunque la atracción entre ellos era más que evidente, se tomaron la cita como una reunión de amigos, consecuencia de la insistencia de Julia en presumir de lo bien que le salían las lentejas. La madre de Julia, que era psicoanalista y había nacido en la parte zamorana de Tierra de Campos, decía que el secreto de unas buenas lentejas era la materia prima y que la lenteja pardina que se cultivaba en su pueblo era la mejor del mundo. Julia estuvo cuatro años diciendo que ella cocinaba las lentejas mejor que su madre y ese jueves de primavera fue el momento de descubrirlo.
El Contrafantasma había fijado su mirada en Julia y la seguía sin disimulo con la vista. Ella había sacado su teléfono y se había sentado a mirar sus mensajes y hablar con alguien. Al estar separados por dos o tres mesas, no había contacto visual. Ella sonreía y gesticulaba mucho en su conversación, que ahora era una videollamada, o eso parecía. En seguida colgó y alzó la mirada oteando la estancia como con un periscopio, primero hacia su derecha, donde se encontraba la salida y luego hacia su izquierda. Y ya donde el cuello no giraba más, encontró al Contrafantasma sentado a 5 metros de distancia, mirándola de forma directa.
Aquel día de mayo de hace veinte años, Julia y el Contrafantasma se comieron las lentejas, conversaron horas mientras caminaban por Argüelles y acabaron en Malasaña de copas, sin mayor preocupación que pasarlo bien. Era jueves, finales de los 90 y los garitos no cerraban, uno no tenía que vivir experiencias, sino simplemente vivir, había móviles pero no tenían cámara, los SMS costaban pasta y compartir no era subir una foto a las redes sociales, o hacer un grupo de WhatsApp, sino quedar al día siguiente para comentar lo sucedido, o tener una conversación al teléfono fijo durante dos horas. Esa noche Julia y el Contrafantasma bebieron bastante, probaron otras sustancias que encontraron por el camino y vieron juntos el amanecer en el parque del Oeste, tumbados, descalzos y felices. La despedida en el portal de ella fue un intenso abrazo con un solo beso de mejilla que duró varios segundos. Lo último que se dijeron fue que tratarían de repetir antes de las vacaciones de verano. El olor de aquella noche y de ese abrazo quedó grabado en la memoria de ambos para siempre. Pero no sólo no volvieron a quedar para comer lentejas antes del verano, sino que ella marchó a Francia antes de lo previsto y ya no se volvieron a ver más. Hasta hoy.
Julia también reconoció una cara familiar cuando vio al Contrafantasma ahí sentado. Se quedó parada, el calor le subió hasta las mejillas, se le aceleró el corazón y durante unos segundos sintió mucha emoción, aún sin encajar de quién era la cara que le producía todo eso. Sonrió tratando de ganar tiempo para recordar y de pronto, ¡zas!, se acordó de aquellas lentejas, el autobús, la facultad, aquella conversación, esa noche y el abrazo. Al tiempo que sonreía exclamaba, -no te puedo creer, ¿eres tu?-. Se levantaron y sorteando las mesas, se saludaron con dos atropellados besos y un intenso abrazo. Ella olía igual que veinte años atrás. Se preguntaron por sus vidas y por el motivo que le había traído a ella a la feria. El venía desde hace 12 años y nunca la había visto. Julia le dijo que es psicóloga, que después de varios años tratando de ser otra cosa, encontró su profesión y que desde hacía una década se dedicaba a cuidar personas. Que eso le llevó a escribir y que ahora uno de sus libros se había convertido en un pequeño éxito de ventas en Francia y había vendido los derechos para llevarlo al cine. Y que estaba allí por ese motivo.
El Contrafantasma se despidió de Julia aquella mañana de 1999, con una sensación de plenitud difícil de describir, pero que cualquiera que haya estado enamorado puede reconocer. Hay pocas señales de amor más evidentes que evocar el olor del otro y sentirlo como si aún estuviera allí. Y caminando desde Argüelles hasta la casa de sus padres, en Chamartín, él solamente tenía sentidos para recuperar esa sensación que había estado experimentando toda la noche. Eran las 9,45 de la mañana de un viernes soleado.
-Venga, vamos a tomar algo, tenemos muchas cosas que contarnos-, propuso Julia. Salieron hacia el paseo, caminaron hasta encontrar un lugar con una mesa libre y se sentaron en una esquina. Era pronto para cenar, así que pidieron dos cervezas y una tabla de quesos. Ella le contó que nunca se había casado, pero que le pareció gracioso que la gente en Madrid pensara que si y que por eso no lo desmintió. Que con aquel chico francés fue muy bien hasta que, tras seis años de relación, se lo encontró con su jefa (la de ella) en la cama. Que desde aquel momento dejó de confiar en la fraternité, abrazó la egalité acostándose con el hermano de su ex y sobre todo se enfocó en la liberté, para ser concretos, en la suya propia. Que se fue a Alemania a pensar en su vida y aprender el idioma y acabó estudiando filosofía y psicología, para después marchar a Suiza para completar su formación como psicoanalista jungiana. Le confesó que nunca había tenido un perfil en redes sociales, que no sabía quien era Elon Musk y que no tenía ni idea de que era la transformación digital, de la que todo el mundo le había estado hablado últimamente.
A mediados de julio, la madre de Julia recogió del buzón una carta que el Contrafantasma había enviado el día después de la noche de autos de 1999 y se la había reenviado a su hija, junto con los clásicos sobres de jamón de bellota envasado al vacío y las lentejas de Tierra de Campos. Ese paquete nunca llegó a destino y por tanto Julia nunca leyó la carta. En ella él declaraba amor incondicional, comunicaba que había dejado a su novia y expresaba su anhelo de volver a verla antes de que ella se marchase a Francia. Correos perdió esa carta en el primer viaje desde Chamartín hasta Argüelles y casi tres meses después, la madre de Julia la traspapeló luego entre sobres de jamón ibérico y lentejas de Castilla León. Aquel no era el momento para ese amor.
El Contrafantasma escuchaba el relato de Julia con los ojos brillantes, ya saboreando la segunda cerveza.
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