A mediados de 1996 salía con una chica, mientras calladamente, venía enamorándome de otra, compañera de facultad, desde varios años atrás. Era una época divertida, en el punto de inflexión de la vida antes de internet. Felipe González peleaba con Anguita por el liderazgo de la izquierda, la Juve ganaba la Liga de Campeones al Ajax en los penaltis, tras empatar a uno en el tiempo reglamentario, con goles de Ravanelli y Jari Litmanen. Y Pedro Pascal no era un famoso actor de series, sino un chaval de pelo teñido color plata, haciendo un trabajo universitario de Antropología en Madrid y que en los fines de semana bailaba en la sala Morocco.

De las cuatro fases del amor; atracción, enamoramiento, erótica y amistad, mi amiga de la facultad y yo nos habíamos aplicado con entusiasmo y dedicación en todas, menos en la tercera. Nos pensábamos inimputables por infidelidad hacia nuestros respectivos noviecitos, sólo por el hecho de que no nos habíamos tocado un pelo. El caso práctico seguro que les suena; tomáis muchos cafés, estudiáis juntos, sois confidentes de lo mal que le va a cada uno con su pareja, pagas muchas Fantas, mueres por estar cerca de ella, le caes fenomenal a sus padres, y llega el viernes y desaparecéis ambos todo el fin de semana. El lunes todo el ciclo vuelve a empezar.

Para hacerles el cuento corto, les resumo cómo se resolvió aquello. A primeros de mayo la chica en cuestión me hizo un «Garrincha» (que es como algunos llamaban a Perón en Argentina, porque aquel famoso futbolista brasileño, amagaba siempre irse por la izquierda, para luego hacerlo por la derecha). Una de esas tardes de jueves en las que nos quedábamos a comer, me confesó que estaba «enamorada de los dos», es decir, de su novio y de un servidor. Yo lo tomé como el paso definitivo hacia la conquista, qué capo yo, pensé, aquello era la declaración inequívoca de que la balanza, finalmente, se vencía hacia mi lado, Ese día caminamos por Madrid y estuvimos hasta muy tarde saboreando la dulzura del enamoramiento: miradas, caricias, algún beso de mejilla, sentir que vas medio metro por encima del suelo en ausencia de espacio y tiempo, temperatura Benidorm (ni frío, ni calor). En fin, todos han estado enamorados y saben a qué me refiero.

Como al día siguiente era viernes, no nos volvimos a ver hasta el lunes en la facultad. Yo llegaba en plan triunfal, mirando a ambos lados de la cafetería, pensando que el resto notaría lo winner que era, e internamente sintiendo lo mismo que Ewan Mcgregor cuando cantaba «Come What May» a Nicole Kidman en «Moulin Rouge», si bien aún quedaban cinco años para que se estrenara la película. Huelga decir que estaba convencido que ella sentía también lo que Nicole en la peli y que, juntos, entonaríamos aquel estribillo de «come what may, come what may, I will love you, until my dying days«, mirando la puesta de sol al final del día.

Y no, no fue así. Ella estuvo esquiva, no me miró a la cara, se reía con las chorradas de algún idiota, que en Políticas y Sociología había muchos, y me ignoraba. Al final de las clases le dije que habláramos un momento. Fuimos afuera y le pregunté qué pasaba. Me contestó que se había decidido y que iba a seguir con su novio. Además me culpó de haber traicionado un supuesto pacto de silencio, por habérselo contado a un amigo común. Cosa que, primero era falsa y segundo, me pareció una burda cortina de humo para distraer lo realmente relevante; su… decisión (iba a escribir traición, pero no sería correcto, ya que ella me había dicho que estaba enamorada de los dos, no sólo de mi). Cambió mi estado de ánimo y también la escena de mi película y me empecé a sentir más como Michelle Pfeiffer en «Las Amistades Peligrosas», cuando John Malkovich, contra su propio sentir y por supuesto el de ella, deja la relación contestando con la misma frase -«no puedo evitarlo»-, cada una de las desesperadas preguntas de la Pfeiffer.

Ese mismo mes de mayo, el día 17 para ser exactos, debuté en la diabetes. ¿Causa y efecto?, no, o sí, o quién sabe, qué más da. Dejémoslo en la sincronía de las relaciones acausales, término que utilizaba Carl G. Jung, para referirse a estos sucesos que coinciden de manera sincrónica en la vida de uno.

Aquellas dos rupturas, la del amor y del funcionamiento del metabolismo de la glucosa en mi organismo, tuvieron un efecto no deseado; la negación. Y como consecuencia, optar por encarnar la impostura como forma válida de transitar el mundo. Por algún motivo que aún hoy no soy capaz de concretar, ni creo que importe, comencé a negar aquellos dos sucesos de vital importancia para mi.

La relación amorosa no había sido pública y por tanto no «podía» sentirme mal por algo que «no había pasado». La diabetes es una enfermedad que no duele, no impide hacer casi nada y no se nota desde el exterior, salvo que seas muy perceptivo. Con lo cual, opté por impostar normalidad e indolencia, como respuestas para sobrevivir aquellos sucesos y las fui perfeccionando hasta integrarlas en mi yo de manera inconsciente, que no es otra cosa que conseguir «olvidar» una parte de lo que eres y actuar bajo un patrón automático que no se corresponde contigo.

Nunca más iba a ser la parte perdedora en un envite amoroso y nunca más iba a dejar que la diabetes fuera un problema. En palabras de mi hermano, refiriéndose no solo a esa década de los 90, sino a mi forma de ser de siempre, tomé la actitud esa de que «tú, es que sólo empatas o ganas». Opté por llevar un disfraz de superhéroe cínico al que todo le da lo mismo, pero por dentro me llenaba de heridas.

Todos tenemos contradicciones e impostamos personajes que nos sirven para salir del paso. Sin llegar a la patología, lo hacemos para acometer los roles que nos tocan, sobre todo en esas parcelas de la vida que denominamos «obligaciones». El amor y la salud no son obligatorias, pero como me pasó a mí, también pueden generar disociación. Hoy la escuela y trabajo si lo son y, por tanto, constituyen las principales fuentes de disociación, tanto individual, como colectiva, de la sociedad en que vivimos.

Las obligaciones empiezan bien pronto, nada más nacer hay un par de adultos (o más) que nos condicionan la existencia. El Sapiens se cuece a fuego lento hasta los 25 años y necesita de la tribu para sobrevivir, eso es así. Pero en la versión moderna, esa que empezó con la industrialización, hemos llenado el puchero con normas y formas de hacer y de ser tan en contra de nuestra esencia, que se ha quemado buena parte del manual de instrucciones arquetípico que traemos de serie. Y lo que es peor, hemos olvidado que lo hemos quemado, por lo que ni tan siquiera lo echamos de menos.

Y aquí (y así) estamos, siguiendo ahora el manual de no se sabe quién, cada vez más perdidos, cada vez más lejos los unos de los otros, cada vez haciendo más cosas que no tienen que ver con nosotros, hablando sólo por pantalla, sin tocarnos, jodidos, teniendo mucho más de todo. viviendo más años pero con menos ganas y eso sí, creciendo en todos los indicadores macroeconómicos, así como en los de enfermedades como la obesidad, la diabetes o la depresión.

En mi caso quizá todo sea culpa mía, o de la relación con mis padres, o de mi escuela, o de la universidad, o de los gobiernos de turno, o de Europa, o de las ONG´s, o de las multinacionales, o del mercado, o del mundo financiero, o de Dios, o de la madre que los parió a todos…. Pero lo que es un hecho, es que cada vez somos más los que impostamos estar bien, pero que, o bien nos sentimos idiotas, o bien pensamos que la mayoría de «los otros», lo son.

La única solución es dejar de disimular, DE-JAR-DE-DI-SI-MU-LAR, dejar de impostar, de hacernos los tontos, dejar de «entender», desaprender mucho de lo que hemos aprendido y quemar el puto manual del Sapiens moderno materialista, ese sí. Sobre todo para no traspasar, de forma perversa e inimputable por inconsciente, esta manera de encarar la existencia a los que vienen por detrás; hijos, alumnos, jóvenes profesionales…

La mentira y la impostura no hacen bien a nadie, eso lo sabemos. Hacer las cosas bajo el criterio de otro, siendo plenamente consciente de que van en contra de uno, tampoco. Después tratamos de sacudirnos los malestares con argumentos como: «hay que pagar las facturas», «así es la vida» o «es sólo trabajo». Las primeras veces que uno se miente suelen ser muy banales, parecen no tener importancia, incluso a veces es hasta necesario para sobrevivir. Lo que sucede es que somos seres de hábitos y a fuerza de repetir una rutina, la acabamos integrando y comenzamos a ejecutarla de manera inconsciente. Si el hábito es saludable, maravilloso, si por el contrario no lo es, nos encontramos haciendo cosas que van contra nuestra integridad, sin ser conscientes de que las hacemos, salvo porque notamos «cosas», como que no estamos felices, estamos cansados, nos cuesta activarnos, necesitamos evadirnos, nos enfadamos más de lo que nos gustaría, etc…. Y esa forma de actuar en contra de uno, puede derivar en problemas mayores más molestos, que, sin reflexionar mucho, solemos colocar en el cajón de las «cosas normales» de la vida; estrés, un acúfeno, ataques de ira continuos, sobrepeso, una úlcera, un cólico de vesícula biliar. Si se alarga en el tiempo, puede ser aún peor y tener problemas más graves, tanto físicos, como psíquicos; enfermedades del sistema inmune, depresión. cáncer…

Los tipos de esquizofrenia según la Psicología Profunda, son cuatro; simplex. paranoia, hebefrenia y catatonia. La simplex es la que acabo de describir, la de la disociación de la persona en dos o más personalidades, que actúan de manera independiente. La paranoia la explica mucho mejor Ángel Martín en su libro «Por si las voces vuelven». La hebefrenia es cuando el individuo se infantiliza y pierde la «vergúenza» y con ella su responsabilidad. Y la catatonia, como bien dice el nombre, es cuando uno se queda como sin vida.

Yo me torcí por el desamor y por la negación de mi enfermedad. Me costó años reconocerlo y ponerle remedio. Como siempre con estas cosas, no te puedes relajar, pero lo que no hago más es disimular. Y les animo a ustedes a que dejen de hacerlo también, que verán que luego todo se ubica donde corresponde. Y perdón, porque lo que empecé como una historieta ligera de amores de facultad, la he acabado como la guerra mundial contra el despelote en el que hemos convertido este mundo.

Aún así, para recordarnos las cosas esenciales de la naturaleza, ha amanecido de nuevo un magnífico día para caminar por el campo o la ciudad, para no mirar mucho el teléfono, para abrazarnos y para hacer una hoguera donde tirar el manual del hombre moderno materialista, ese que tenemos impreso a fuego en el córtex prefrontal y que nos jode la existencia.

Y se lo crean o no, mientras escribía esto, me ha mandado un mensaje ese amigo al que en 1996, mi otra amiga me acusó de forma infundada, de haberle contado nuestra relación invisible. Otra sincronía, o la prueba de que existe la invocación, o la telepatía, o la energía etérica, o la espiritualidad, o todas esas cosas que no nos enseñan porque no son parte del paradigma dominante…

Pasen un buen fin de semana.

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2 respuestas a “La esquizofrenia”

  1. Avatar de mexcar

    y que tal tu diabetes’ mejora al saber de donde viene el tema?
    que te ha escrito tu amigo del 96? es feliz y tiene hijos con tu no-novia? me quedo con muchas dudas jeje

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    1. Avatar de Contrafantasma

      Mejora, mejora. No se si por eso, pero mejora. El que me escribió no era el novio de ella, era el amigo al que supuestamente yo le conté la historia. Qué buenas las dudas :). Gracias por leer!

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