Para el domingo pasado tenía preparado un post acerca del asalta al Capitolio del día de Reyes, que la verdad, me había resultado muy difícil de creer. Lo dejé porque no me acababa de llenar y porque además se habla de que va a haber otro ataque el día de la proclamación de Biden, así que eso que tengo preparado para esta semana. Cambié y aposté (obvio) por uno sobre la nieve en Madrid, que es la única nieve que importa. La de Soria, Teruel o León es nieve de segunda clase, nieve de mierda, que no requiere atención, ni en los medios convencionales, ni en las redes sociales. Pero, qué podía contar sobre un tema del que el domingo estaba ya todo dicho y plasmado en millones de imágenes. Twitter parecía una colosal recreación digital de «Teo en la nieve». Y ojo, que sí, que es un hecho histórico, que nevó un montón y que esto no había sucedido nunca y bla, bla, bla….
Al final del día aún dudaba sobre qué escribir y me castigaba por no haberlo hecho. Revoloteaba a cada tanto sobre mi portátil, cayendo siempre en las noticias sobre Filomena, cuando de pronto me entró la culpa. Culpa por no ser constante, por no comprometerme con mi tarea, por no haber planificado mejor y publicado el domingo a las 9am como es mi objetivo, por no hacer el delivery como corresponde. Me revolví un poco y agarrándome a la excusa resultado de la ecuación «síndrome del domingo por la tarde + síndrome post vacacional + síndrome post traumático por ver tanta nieve de golpe en la puerta de casa = no pasa nada, tronco, respira, suelta, suelta, suelta, y relaja», para conseguir salir de ese estado de lucha conmigo mismo. Además, estaba el tema de dónde comprar la insulina de Zeta, de la que sólo nos quedaban unidades hasta la dosis del lunes por la mañana, su veterinario está en San Sebastián de los Reyes y nuestro coche no es 4×4. Así que, con ese pequeño drama exterior, se me pasó la hora y lo dejé ir. Pero la culpa, esa gran compañera, no te deja tan fácilmente. Sabes a qué me refiero, esa voz que te persigue con aquello que tu guion interior (correcto o no) dice que te corresponde y no estás cumpliendo. Así que abrí mi aplicación de meditaciones guiadas y sucedió que la del domingo estaba dedicada a la compasión y sus diferencias con la autoestima. La compasión apela a basar nuestra resiliencia en querernos y querer al resto tal y como somos, con nuestras imperfecciones. Mientras que la autoestima propone fundamentarla en nuestras acciones exteriores, normalmente vinculadas al éxito de las mismas, ya que ésto nos reconforta y da fuerza. Y el domingo, que fue un día de fracaso exterior en cuanto a la escritura, conseguí convivir con esa sensación incómoda de haber fallado, sin dejarme llevar por mi narrativa destructiva y sin tener que conectarme a algo externo (Netflix) para distraer el malestar. No había escrito, correcto, había faltado a mi compromiso, si. No soy perfecto, claro.
Durante la semana he seguido pensando en el post no publicado el domingo pasado y en hacerlo hoy sobre dos temas también vinculados a Filomena. El primero una investigación sobre el daño que la suma de la cultura del consumo fácil + Decathlon, continúa haciendo a nuestra sociedad, donde todo ciudadano posee outfits de cada disciplina olímpica, da igual de verano o de invierno. Al acabar el confinamiento vimos desfilar hordas de gente en deportivas de colores flúor y arriesgadas mallas de licra, tratando de ganar el tiempo perdido y de perder kilos. Pero lo de esta semana supera con creces aquello; esquíes, tablas, trineos, botas técnicas, bastones, raquetas, incluso riendas y arneses para enganchar a los perros del trineo. Sólo me ha faltado ver coches de bobsleigh y motos de nieve, pero seguro que ha habido alguno por ahí. Y no, no se trata de soluciones improvisadas, esa gente ha pasado horas encontrando equipamiento para el día en que la tormenta de nieve del siglo, llegara a nuestra geografía. Tengo la certeza de que si lo próximo que sucede en Madrid es un tsunami, veremos centenares de chalecos salvavidas, flotadores de crucero color naranja, zodiacs que tiran de la banana hinchable, neoprenos cuerpo entero, tablas de surf, aletas, bombonas de oxígeno y pedales de la playa de levante de Benidorm, emerger orgullosos desde los garajes y trasteros de los madrileños. Tenemos un serio problema con el materialismo y la acumulación de items «por si acaso». Un amigo extranjero, que ha vivido toda la vida en Canadá y ahora es vecino del barrio de Argüelles, me comentaba que habiendo escuchado la previsión meteorológica, el viernes fue a comprar lo necesario para una semana, ya que no pensaba salir de casa ni a esquiar, ni a montar en trineo, ni a hacerse selfies con muñecos de nieve, hasta que no dejara de haber hielo en las aceras. Y nosotros, en cambio, a festejar Frozen con los niños y a criticar a las autoridades a partes iguales. Y como consecuencia, a llenar las urgencias de fracturas y traumatismos por caídas relativas a la práctica de deportes de invierno. Madrileños somos y en los JJOO nos encontraremos.
El otro asunto que me planteé fue escribir sobre el derrumbe de la Nevera, esa cancha del Ramiro en la que muchos jugamos tanto y en la que aún más hicimos algún examen de recuperación, de junio o septiembre, en los últimos 65 años. La Nevera se derrumbó por el peso de la nieve y con ello, todos los que la vivimos recuperamos memorias de nuestra adolescencia. Las mías son dos nombres propios. El primero Pedro Corral, quien estuvo allí en los 80 y 90 sabe de quién hablo. Pedro no jugaba al baloncesto, era el delegado de campo en la época en que esa cancha era sólo una y tenía gradas en todos sus lados, menos en el fondo de vestuarios. Allí, sobre la valla de metal y madera que delimita el campo y junto a la puerta de los mismos, se sentaba Pedro, listo para solucionar cualquier eventualidad durante los partidos. Su función oficial era la de abrir y cerrar, recibir a equipos y árbitros, sacar y guardar balones. Para mi, sentarme con él antes o después de mis partidos, comentar el estado de la cuestión, el frío que hacía, criticar a los del Madrid, secar las líneas de agua que se formaban por el deshielo del techo ahora derrumbado, elegir los balones buenos para el calentamiento, o simplemente ver los partidos «grandes» del fin de semana, son mis más preciados tesoros de los años en la Nevera. Pedro es una de esas versiones de homo sapiens sapiens que se encuentran poco y que llenan la vida. El otro recuerdo se llama José Luis «Güis» Guerrero (DEP), ex-jugador, entrenador, profesor y filósofo, que seguro que sigue sentado en esa misma valla, respondiendo con humor, amor e inteligencia, a todo el que se acerque a su vera. Pedro nunca fue en chándal, «Güis» casi siempre. Pedro no era del Ramiro (que los de allí somos muy gilipollas con eso del RH). «Güis» sí y también del Colegio Alemán, donde daba clases de filosofía. Pedro en los días de diario trabajaba en banca y tenía (otra) familia. «Güis» era una montaña de humanidad, carismático pionero del ahora exitoso baloncesto femenino del Estudiantes, un maravilloso jugador de mini y alguien que allí encontró a su compañera de vida y con la que formó una familia. Pedro y «Güis» eran amor por las funciones que desempeñaban y sin ellos, la Nevera y sobre todo esa valla de la puerta de vestuarios, no hubieran sido iguales. Así que, gracias Pedro y gracias «Güis», sigue descansando en paz.
Pero visto que lo de de la Nevera ha dicho Isabelita Díaz Ayuso que ella lo arregla, que lo de Decathlon es guerra perdida y que lo de Trump está en proceso de nuevo impeachment, he optado por escribir sobre la culpa y más en concreto sobre la mía. Sobre mi complejo de culpa.
Un complejo es una pauta de comportamiento (o hábito) que, a fuerza de repetirla, se automatiza y se hace inconsciente. Los complejos son cosas invisibles porque pertenecen al cuerpo interior (otro día explico esto), pero son los que dan estructura a nuestra personalidad, como lo hacen los huesos en el cuerpo exterior. Actúan como los cimientos de cada uno y por eso son tan sólidos y difíciles de moldear, como lo son los minerales. Si nuestro desarrollo individual fuera ideal, cosa que no le sucede ni al Dalai Lama, construiríamos nuestros complejos correctamente y seríamos todos personas tendentes a la iluminación. Pero esta tarea es hercúlea y unos más que otros, todos tenemos el curro de ir transformando los complejos negativos a lo largo de nuestras vidas.
Y complejos menores hay muchos; lavarse las manos antes de comer, sorber los mocos, enfadarse con los políticos, tirar las colillas al suelo, reaccionar a ese comentario de Twitter… Pero, complejos importantes que conformen nuestro interior, hay sólo cuatro. Los nombres quizá generan confusión o polémica, pero tengamos en cuenta que quienes se dedicaron a investigar sobre esto y a acuñar su nomenclatura, no eran expertos en marketing. Y son cuatro porque cuatro son los mundos en los que convivimos. 1) El mundo exterior, el de la materia, que se experimenta con los sentidos. 2) El mundo de la conciencia, el de las informaciones, aquello que pensamos, sentimos, intuimos, pero que no es comprobable por el resto, a no ser que se lo contemos. 3) El mundo del más allá de nuestra conciencia, es decir el de los sueños, el de los malos rollos que vienen cuando tenemos la guardia baja, el de las ideas salvadoras del último momento. Y por último, 4) el mundo interior, el de los arquetipos, el de Dios y de lo que de divino hay en cada uno de nosotros (que es mucho).
Asociados a cada uno de esos cuatro mundos, existen estos cuatro complejos: 1) el complejo de madre, relativo a saber cuidar y cuidarse en la justa medida, vinculado a las necesidades más terrenales, maternales, materiales. 2) El complejo de padre, relativo al mundo de la conciencia, de las informaciones y por tanto de las opiniones. Y a construir las tuyas propias y ponerlas en el lugar correcto. Como también hay que hacer con las de los otros y con la propia opinión pública, ese gran enemigo del individuo en su desarrollo. 3) El complejo de inferioridad, que tiene que ver con ser equilibrado con la valoración de uno mismo y de los demás, y con la diferenciación del más allá negativo y positivo. Y por último, 4) el complejo de culpa, que tiene relación con el mundo interior y con ser capaz de desplegar de manera adecuada nuestro arquetipo, con desarrollarnos en armonía con lo que está en nuestra esencia, con lo que somos.
Y éste complejo de culpa, es el que a mis 47 años, más me cuesta pulir. Es el que está detrás de mi diabetes, de determinados giros «inesperados» en mi vida profesional, de alguna decepción que te has llevado conmigo y también de mis pretéritos fracasos en el amor. La culpa es el complejo que en ocasiones como la del domingo pasado, me sigue costando identificar, gestionar y corregir. Me explico. La culpa no es la tradicional culpa cristiana, esa que tenemos grabada por una incorrecta interpretación de Jesús y que arrastramos supuestamente unida al pecado original de Eva y Adán, al morder la manzana en el paraíso. No, la culpa es una cosa mucho más cercana, sencilla y mundana. La culpa es no hacer lo que sale de dentro en cada momento, no ser íntegro y normalmente es por una falla en la función del reconocimiento. En mi caso, apoyada además en la creencia errónea de estar cumpliendo con lo que los otros (mis amigos, padres, la sociedad…) esperan de mí y que yo persigo por el intento de encajar con todo y con todos. O simplemente, por optar por el atajo, por el camino fácil, sin haber comprendido que tal cosa no existe y que además, si no es tu propio camino el que construyes, antes o después la vida te lo pone delante de forma abrupta y normalmente poco deseable.
La culpa, al estar relacionada con el mundo interior, también lo está con la conciencia del bien y del mal, y por tanto con la capacidad de diferenciar entre lo que es correcto y lo que no, así como la capacidad de pedir perdón y también de perdonar y perdonarte. La verdad de mi culpa es sencilla, construí mi camino pequeña decisión a pequeña decisión y me refiero a las innumerables decisiones cotidianas sin aparente importancia: ir o no ir a esa reunión, hacer caso o no a lo que me hacía vibrar, insistir o no en aquello en lo que había fallado la primera vez que lo intenté, decir que no a algo aparentemente muy atractivo, pero que a mi no me decía gran cosa… Hice todo esto tratando de obviar el conflicto, como si la vida tuviera que ser perfecta. No elegía en función de mi interior, sino en función de dónde había menos coste personal. Y apoyado en mis talentos, que algunos tengo, me dediqué a utilizarlos como fines en sí mismos y no como herramientas para conseguir el desarrollo sano de mi persona. El resultado es que primero no conseguí dicho objetivo, porque la vida es jodida, te pongas como te pongas. Y segundo, me desvié tanto de lo que soy, que durante años no fui capaz de reconocerme.
Y hoy, que se que la vida es sufrimiento (gracias Buda), no trato de distraerme con otras cosas cuando éste aparece. Hoy, que se que nada es permanente, se que es seguro que lo bueno regresará. Hoy, que se que la mayor parte de la realidad no sucede en el mundo exterior, el de la materia, trato de cultivar más lo interior, lo invisible. Hoy, que se que la opinión pública (hiper amplificada por las redes sociales) tiene la importancia que tiene, no elijo en función de lo que creo que se espera de mi. Hoy, que soy consciente de mi tradición, trato de no reproducir sus patrones incorrectos. Hoy se que no pasa nada por no escribir todos los domingos y hoy se que tengo que estar atento y tratar de abstraerme del ruido que llega a mi, para escuchar y dejarme guiar por el mundo interior. Y se que es difícil, porque aún siendo consciente de todo esto, me sigue costando. Pero en ello estoy.
Y hoy, para terminar, elijo citar al filósofo francés Henry Bergson, que dice así:
«La humanidad gime medio aplastada por el progreso que ha logrado. Los hombres no están suficientemente concienciados de que su futuro depende de sí mismos. Primero deben decidir si quieren seguir viviendo. Luego deben preguntarse si simplemente quieren vivir, o si quieren hacer el esfuerzo extra necesario para cumplir -incluso en nuestro ingobernable planeta- la función esencial del universo, que es una máquina de fabricar dioses».
Pasen un divino domingo, sin culpa, o al menos siendo conscientes de que está ahí dando por saco. Que el presente está pasando ahora y ya no regresa, y el futuro depende de nosotros.
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